martes, 28 de septiembre de 2010

Crimen Solicitationis

Crimen Solicitationis.

Moldeada en antiquísima piedra blanca, la imagen majestuosa y espectral de la Abadía de Westminster se eleva en el horizonte londinense, contrastando con la cúpula plomiza del cielo otoñal. En su punto más alto, la bandera de Gran Bretaña ondea suavemente sobre los campanarios, mecida por una extraña corriente provocada por la brisa y el clamor de la multitud que se congrega a los pies dela Abadía, tal y como lo ha venido haciendo durante muchos siglos, anunciación tras anunciación, y polémica tras polémica.
Está vez, un 16 de septiembre de 2010, la Abadía de Westminster vuelve a bullir, abriendo sus puertas para recibir al Papa Benedicto XVI, quien penetra en su interior con su séquito entre acaloradas exclamaciones proferidas por seguidores y detractores por igual. Y es que, después de los comunicados del Pontífice exonerando a la mayor parte de las partes implicadas en el abuso de niños por partes de autoridades de la Iglesia Católica, que los últimos igualen o incluso superen en número a los primeros no es de extrañar. En Gran Bretaña han sido denunciados numerosos casos de abusos sexuales a menores y un grupo de víctimas, ahora regados en el mar de personas frente a la Abadía, han exigido a la Iglesia Católica que adopte medidas contra los agresores. Sus exigencias, al comienzo desapercibidas por el ambiente de indiferencia general de la Iglesia hacia todo lo que tenga que ver son sanciones a sus cofrades, fueron tomando más y más fuerza, hasta que la voluntad del Papa, en un comienzo tan sólida como las murallas de la abadía, terminó por ceder en forma de una larga y sentida disculpa. Después de todo, no se puede encontrar a Dios debajo de una sotana.
Dentro, la figura encapuchada de blanco del Papa sube a la tarima, adornada en rojo y oro, preparada para arrojar pétalos y liberar palomas blancas. Pero esta vez no ocurre nada, absolutamente nada. No ahora. Enseñar erecciones en forma de doctrina tiende a tener consecuencias. Benedicto XVI se acerca a los micrófonos de Europa y el mundo, y habla, en perfecto latín del siglo XXI, sobre su profunda compasión a esas victimas anónimas del abuso por parte de sacerdotes. Expresó, también, sentirse «avergonzado» y «humillado» por esos pecados, que calificó de «crímenes atroces». Por segunda vez durante su visita al Reino Unido, donde también se han registrado numerosos abusos sexuales por parte de curas a menores, el Papa expresó su «tristeza» y condenar estos actos después de años de una postura bastante imparcial al respecto. El Pontífice, de pie debajo de un imponente crucifijo que lo observa todo en silencio, también declaró, tras la presión de incontables sectores de la opinión publica, tolerancia cero con la pederastia, cerrando así la solemne misa que se ofició en su honor. Benedicto XXI afirmó que lo más importante son las victimas, a las que hay que ayudar para que superen el trauma, y agregó que los curas pederastas serían excluirlos de acceder a los jóvenes.
“Siento una gran tristeza porque la autoridad de la Iglesia no ha sido lo suficientemente vigilante, no veloz, ni decidida, para tomas las medidas necesarias”, afirmó el Papa ese día, a la frialdad de la Abadía y al calor de las personas que acogieron sus palabras con expectante silencio…
Numerosas personas se manifestaron contra la visita del Papa, al que acusan de ultraconservador y de haber escondido los casos de curas pederastas. Considerando sus últimas acciones este parece ser un paso bastante grande. Puede que la Iglesia, como un foco de incuestionable moral, haya decaído mucho, pero al menor, las paredes de la Abadía de Westminster seguirán de pie, sólidas e inamovibles, para el consuelo de aquellos cuya fe se esfuma, muchas veces de atroces maneras.

"Radotauro"

Radotauro



Diana Márquez Antonova.
2008141037
 3003845749 - 4332359


    

     Se dice que en los bosques que rodean al castillo de Rennes-Les-Chateau vive una bruja llamada Silky.
     Más que una bruja, los campesinos de la región se la describieron como un todo, una fuerza de la Naturaleza, innombrable e indomable como una diosa, antigua y traicionera como el mar, a la que los hombres, ora por ignorancia, ora por miedo, relegaron a la forma de un cuento para asustar niños. Por ende…, sshhh, Isabelle, sshhh, porque Silky puede aparecer y llevarte a Radotauro si no te andas con cuidado, y abrirá tus sueños y mirará tu corazón… Si, de todas las cosas que le contaron los campesinos (siempre agazapados entre susurros, temerosos de su propia superstición), lo que más le llamó la atención a Isabelle fue sin duda su poder: Silky podía conceder cualquier deseo al que la encontrara, sin importar cual fuera éste. Silky podía darte lo que sea...
       Isabelle había oído esa historia desde el momento en que pisó Francia, pero no se le ocurrió la idea de buscar a la bruja hasta en otoño de 1949, el otoño en que conoció a su padrastro.  
      -  Isabelle, cariño, ¿puedes arreglarse el cabello? –le dijo Sybill, su madre, cortantemente.  No quería que nadie, ni siquiera sus hijas, estropearan su gran día…  
      Desde la ventana del coche, Isabelle divisó por fin el castillo que sería su nuevo hogar. Su madre había hablado tanto de aquella casa, que ni Isabelle ni Claudia, su hermana de tres años, se sorprendieron al ver finalmente sus altos muros, contra el cielo color plomo de octubre. Tanta cháchara durante un año sobre Rennes-Les-Chateau les había dado una imagen mental tan fuerte como si se la hubieran grabado con un hierro al rojo vivo. Simplemente, ya lo conocían. Isabelle sintió como algo de la desesperación acumulada durante ese año crecía dentro de ella, a la par de la ingenua y radiante sonrisa de su madre, que iba ensanchándose más y más con cada kilómetro que salvaban. ¿Estaría él, su nuevo padre, impregnado con el aura que despedía aquel castillo?
      Había algo… grotesco en el ambiente. Era imposible de explicar, pero Isabelle podía sentir algo perturbadoramente profano en aquellos campos oscuros e infinitos, extendiéndose de horizonte a horizonte, las nubes plomizas colgando tristes sobre sus cabezas, un mundo invisible asaltando con su presencia desde cada rincón. Lo sobrenatural estaba intranquilo: no había tenido un público nuevo en muchas, muchas lunas. Isabelle rememoró las extrañas historias que había escuchado en los pueblos aledaños, donde su padrastro era tratado como todopoderoso señor feudal, y que habían contribuido en gran parte a que Isabelle sacara sus propias conclusiones sobre ese hombre. Historias muy trilladas en su mayoría, pero aún así interesantes, sacadas a la luz en las viejas tabernas cada vez que los temas de chismorreo se agotaban. Digo, decía la mesera limpiando una sucia copa de vino, tanta riqueza no puede salir de la nada... Lo que digo es la, mi abuelo conoció al suyo. Si señor, al mismísimo primer Saunière. Era uno de esos a los que llamamos «curas de segunda mano». Si, un muchachito salido de Dios sabe dónde que un día vino Rennes-le-Château predicando la Palabra y el amor al prójimo. Habrá de haber rezado alguna plegaria que nosotros no conocemos porque en menos de cinco años el desgraciado bajó al pueblo en una carroza con cochero, un tiro de seis corceles, y totalmente podrido en oro. 
      Mientras el coche rodaba suavemente por la campiña francesa, Sybill, sorda a los rumores, no paraba de soltar elogios sobre el castillo y su propietario, pero al ver por fin la casa  más de cerca, Isabelle no sintió la alegría que le intentaba transmitir su madre: era un castillo ruinoso y sucio, casi verde por el moho y las paredes devoradas por hiedra negra, parecía flotar en medio de una laguna de aguas estancadas, que en la época medieval fue alimentado con la sangre de las hordas inglesas que intentaron entrar al castillo.. Isabelle, que había crecido entre paisajes soleados y casas pintadas de blanco de Nueva Orleans, no podía imaginarse vagando como un espectro entre las altas murallas de piedra, tratando de recordar inútilmente quien era o qué había sido. ¡Y vaya fantasma sería! Ya fuera para su desgracia o suerte, a los dieciséis años era una verdadera aparición. Su figura era pequeña, grácil, y sin embargo apetitosamente llenita, con unos inteligentes ojos claros y una cabellera hecha de cortos rizos rubios, muy similar a la moda utilizada en la época del cine mudo. Sin embargo, todo su encanto se desbarataba cuando Isabelle sonreía... Cuando lo hacía, de verdad parecía una estrella de cine, pero sólo eran visibles las constelaciones traslucidas formadas por lágrimas negras arrastrando el maquillaje como pintura de un payaso, insomnio, corazones rotos y fiestas paganas donde todo se valía, sobredosis por barbitúricos y jovencitas encontradas en tinas rojas con las muñecas abiertas y una última nota melodramática. Era una sonrisa de una muchacha a la que le habían destruido la vida. Y sin embargo, sonreía mucho. No era muy buena para la amargura o el rencor, y no tenía la resistencia necesaria para tales sentimientos. A veces el mundo palpable solía asustar a Isabelle, y otras podía hacerle mucho daño. Una adolescencia solitaria y pacifica la habían volcado a los libros, y estos, cuando en su incomprensible crueldad se hastiaron de ella, la enviaron a un mundo irreal y caótico donde los bordes de las cosas y de las personas se difuminaban en una sola masa colorida.
     Otros libros, mucho más serios y aburridos a los que estaba acostumbrada, narraban en lenguaje incomprensible el porqué de esas escapadas de la realidad: Trastorno por estrés postraumático, lo llamaban algunos, y otros, simplemente, neurosis. Quizá esas eran las características necesarias para que un ser humano se pierda en la vida y acabe de maneras impredecibles, elevándose más allá del dolor y la tristeza, o muerto en manos de la propia realidad…
      Pero, recapitulando, ¿cómo había llegado hasta éste punto? ¿Cómo había acabado tan lejos de todo lo que conocía y amaba? El principio del fin debió haber sucedido en ese momento, ¿no? Justo un año atrás, habiéndose cumplido pocos meses de la muerte de su padre, Sybill conoció a un arrogante general francés del que había caído perdidamente enamorada y que había decidido abandonarlo todo para mudarse a la parte más recóndita de Francia, un país destrozado tras la Guerra. Sybill siempre sería mujer antes que madre, e Isabelle había aprendido a vivir con eso.
     Nueva Orleans quedó atrás. Ya no brillaba aquel camino por donde solían caminar de la mano esperando que agonizante, el sol muriera detrás de las plantaciones y los iluminara con tenues ases de luz. Qué bien se habían sentido todos cuando el destello se tornaba naranja y poco a poco iba obscureciendo hasta dejarlos en un camino, que en la  penumbra, parecía interminable.
       Tras el automóvil en que viajaban las tres y el chofer, iban dos furgones con sus escasas pertenencias, incontables antes de que estallara la guerra. Mientras Isabelle avanzaba hacia delante, en algún lado del pueblo alguien volvía a hablar de la vieja leyenda, a la que ya habían agregado u omitido tantas cosas que nadie sabía a ciencia cierta qué era verdad, pero todas terminaban de la siguiente manera: hoy en día, la casona que había construido el extraño muchacho que todos recordaban seguía en pie, conocida por todos como Rennes-Les-Chateau, habitada por el nieto del sacerdote. Aunque lo idolatraban y envidiaban en secreto, y dependían de él económicamente, en realidad nadie quería tener contacto con aquél hombre, como si fuera la reencarnación de aquel viejo pacto diabólico que ya nadie dudaba que hubiera realizado hace tantos años el primer Saunière.
    Las retorcidas verjas de hierro se abrieron para darle paso al automóvil. Claudia, de pie en su asiento, miraba todo con ojos expectantes, ahora viviría en los castillos donde habitaban las princesas de sus cuentos, e incluso Isabelle tenía que admitir que su nuevo hogar era impresionante, aunque “hogar” no parecía ser la palabra adecuada. El coche se detuvo. Isabelle sintió un nudo en la boca del estomago. No quería enfrentar a lo que sería su vida de ahora en adelante. El chofer bajó para abrirles la puerta. Sybill descendió y sin el más mínimo recato, soltó un carcajada al ver la inmensidad de sus nuevos dominios. Isabelle apretó los dientes. La doncella ya había bajado junto con su hermana y todos la estaban esperando. Tomó aire, se echó la piel de armiño sobre el cuello. El sombrero blanco resaltaba su rostro como un camafeo, esa cara redonda, fresca, de mejillas suaves, y bajó.
       Una larga fila de sirvientes inclinó la cabeza cuando descendió del coche: un pelotón uniformado de negro se apresuró a bajar las cajas y las valijas mientras el ama de llaves preguntaba a la esposa del amo como le había sentado el largo viaje. Sybill apenas y le prestó atención, mientras recorría todo con la mirada llena de avidez y expectación, entonces encontró lo que estaba buscando y ahogó un grito.
      Saunière avanzaba hacia ellas, bajando las escaleras del porche con sorprendente agilidad, recibiéndolas con educación y una fina sonrisa cargada de fría y cortes superioridad. El crudo viento de otoño agitó su cabello negro y su gabardina cuando se detuvo en el escalón superior, apoyado en un largo bastón de plata. En aquel momento, recortado contra el gris opaco de la casa, parecía una estatua esculpida en piedra, un dios entre insectos. Al igual que el castillo, las palabras de Sybill habían moldeado muy bien sus rasgos físicos y algo de su alma: frialdad, esa era la palabra con la que Isabelle mejor podría definirlo, una frialdad dura, seca y transparente como el hielo, y sus ojos negros, el centro de ese cráter glaciar. El cabello se agitaba sobre su rostro, e Isabelle tuvo por un segundo la extraña sensación de no saber si veía el rostro de un muchacho, o el de un hombre muy, muy viejo. Pero el encanto pasó y pudo apreciarlo tal cual era: atractivo, treinta y cinco o cuarenta, un rostro perfecto, masculino y atemporal, mármol muerto y delicioso al tacto. Cuando su madre le contó que había perdido un brazo y una pierna en combate, sintió mucha lastima por él, pero ahora ese sentimiento se había convertido en otra cosa. Era increíble como los sentimientos de las mujeres podían cambiar de  forma tan rápidamente, casi la misma velocidad con la que Sybill corrió al encuentro del nuevo amor de su vida. ¿Y cual era su nombre? Tendría que ser un nombre igual de imponente que su dueño, sin duda. Jean. El general Jean Sauniére.
       Sybill lo abrazó con fuerza, incapaz de contener las lágrimas. Pese a ser una mujer algo superficial y bastante vanidosa, lo había extrañado genuinamente. El la besó, pero su mirada siguió tan inflexible como antes, o al menos, hasta que vio a Isabelle. Era la primera vez que la veía frente a frente y, por Dios, cuanto distaba de las fotografías.     
        Saunière y aquellas tierras la acogían con su frialdad, pasándole un brazo por la cintura y conduciéndola había su siniestra entrada. Casi podía sentir que el tiempo se detenía mientras entraba por la enorme puerta de madera.
     Algo profundo fue rudamente despertado en el interior del cráter, y Jean Saunière sonrió por primera y única vez aquella tarde. Haber sentido aquello por la hija de la mujer con la que se había casado no lo alarmó. Sólo naturaleza humana, decían los nazis durante la Guerra, y con todo el amor del mundo siguieron ahogando niños en cámaras de gas, mientras en un castillo en ruinas en el último rincón de Francia, la cena era servida a las siete en punto.

     

Rodeada por sendos muros de piedra, la casa languidecía en un crepúsculo temprano. Las ramas del bosque se movían enloquecidas por el viento, pero sus hojas no eran verdes, sino de un color obscuro, proliferando como maleza sobre ramas nudosas y entrelazadas. Dentro de Rennes-Les-Chateau era enorme y silencioso como un monasterio. Tal vez el abuelo de Saunière había ambientado su hogar imitando esos pasajes oscuros y lóbregos por donde se había movido siendo cuando era un perro de la Iglesia.
     El papel tapiz naranja se caía en tiras y las cortinas rojas estaban llenas de polvo e insectos que se daban un festín con la tela, las paredes atiborradas de pinturas de niños riendo, ancianas en paisajes soleados y animales sebosos, todos ellos muertos hace mucho tiempo... Cada centímetro de Rennes-Les-Chateau tenía un aura de lenta podredumbre, y las generaciones pasaron ahí sus apacibles vidas y muertes estaban sentadas en las escaleras de piedra, tratando de contar su historia a los pocos visitantes.
     El comedor donde se reunió la nueva familia Sauniére para la cena era lóbrego y gigantesco, como el interior de un barco.
     En realidad, Isabelle tenía muy poco apetito, pero considerando a su madre, decidió picar un poco lo que le habían servido… Bueno, en realidad era un festín: consomé, ensalada de pescado y aceitunas, pechugas de pollo en salsa agridulce, cangrejo en salsa Nantua,  pastel de crema batida y cerezas, jugo y vino tinto de las mejores cosechas. Era una ocasión especial, eso lo entendía –y Sybill se veía tan feliz-, pero su crianza americana le impedía comprender porque todos los ochenta sirvientes de la casa tenían que estar de pie alrededor de la mesa, acompañando con solemne silencio una cena de cuatro.
      -      Seguramente esto es bastante diferente a América –dijo Saunière mirando su copa de vino vacía.
-      Es mucho más elegante, querido –se apresuró a decir Sybill-. En América es muy difícil
que te hagan sentir como una dama.
 -     Entiendo –comentó Saunière, y se llevó un bocado de pollo a la boca.
      Isabelle lo observaba en silencio. ¿Se había vuelto loca su madre? Por donde lo mirara, Sybill y él no tenían nada en común, lo único que podían tener en común era que ella estuviera pensando en ambos en ese momento… Pero, entonces, pareció que Saunière se hubiera atragantado con algo… Tosió copiosamente en la servilleta y tiró el plato al suelo ante la mirada atónita de los criados.
      El hombre tenía algo agarrado fuertemente entre los dedos de su mano sana.
      -   Tú, acércate –le indicó al cocinero. Este, un hombre obeso y de ademanes nerviosos, anduvo sin despegar los pies del suelo hasta la mesa del amo.
-     ¿Puedes decirme que es esto? –preguntó Saunière.
      Saunière extendió el brazo y abrió la mano.
-     Un hueso de pollo.
-     Si, es un hueso de pollo.
-     ¡Lo lamento mucho, señor! ¡Fue un descuido! ¡No volverá a pasar…!
-     ¿Sabes lo que hubiera ocurrido si no me hubiera dado cuenta a tiempo?
-     Usted… -tartamudeó el cocinero.
-     ¿Si? –inquirió Saunière.
-     Se habría asfixiado –dijo el otro.
      -    Exacto –le felicitó su amo con exquisita cortesía-. ¿Querías que me asfixiara en la cena de bienvenida de mi amada esposa y sus hijas? –agregó, y Sybill no pudo reprimir una sonrisa de suficiencia.
-      ¡No, señor! –suplicó el cocinero, verdaderamente afectado- ¡Por favor perdóneme! 
       Isabelle observaba toda aquella grotesca escena desde su lado de la mesa. No podía creer lo que estaba presenciando. ¿Estaban en el Medievo o en el maldito siglo XX? El cocinero empezaba a sentirse genuinamente mal. El hueso era tan pequeño que Saunière se lo hubiera podido tragar sin siquiera darse cuenta. Pero, esa no era la estrategia de batalla de Jean Sauniére. En ese momento llegó a la conclusión de que su padrastro era la clase de hombre que usaba su puesto como excusa para ser cruel, despiadado y violento. Según las historias que se contaban en el pueblo (de las que se había reído en su fueron interno, por cierto), su familia había sido muy pobre, pero de la noche a la mañana su ancestro, el primero en pisar aquellas tierras, consiguió una impresionante fortuna. Toda una analogía del Sueño Americano, ¿eh? Lo mejor hubiera sido quedarse callada, pero algo muy profundo la impulsó a ponerse de pie y hablar…
-           ¿Entonces machacar inocentes que han cometido un error es lo que hacen los hombres
en Francia para sentirse como caballeros? Entiendo, entiendo… -dijo Isabelle tranquilamente poniéndose de pie.
       En el interior del barco, sus palabras retumbaron con una vehemencia silenciadora y humillante. Todos la miraron consternados, una indistinguible masa de rostros incrédulos, desde Sauniére hasta en más insignificante de los sirvientes. Los redondos ojos de Sybill poco a poco se fueron nublando de pánico. Su esposo, por su parte, se olvidó por completo del cocinero, y le dirigió una sonrisa despiadada que Isabelle devolvió con creces. Sabía muy bien que no debía desperdiciar amabilidad en él. Sauniére cerró los ojos y se masajeó el puente de la nariz. ¿Se estaba riendo o era sólo un efecto del eco? No, ahí estaba: una risa seca, metálica, como un puño aporreando desde el interior de un horno de hierro. Las palabras de Isabelle, que aún flotaban en el techo, fueron acalladas. Luego, trabajosamente, Saunière corrió la silla y se dirigió hacia su hijastra.
     Cuando estuvo frente a ella la miró a los ojos… Isabelle quedó momentáneamente hipnotizada por sus ojos de gato, envolviéndola en su extraño hechizo, atrapada en las garras de piel color de blanca arena.
       En ese instante Sauniére descargó la mano abierta, dura, contra su mejilla con fuerza suficiente como para que le cosquilleara la palma y como para que a Isabelle le girara la cabeza. En el eco del comedor, sonó como un disparo. Los ojos de Isabelle se ensancharon de sorpresa y dolor, y algo más. Perpleja, se llevó la mano a la mejilla para palparse el entumecimiento lacerante y luego miró a su padrastro.
    ¡La había golpeado! ¡Nunca la habían golpeado! Nadie la había golpeado en toda su vida, ni siquiera si madre. La mejilla y la mandíbula se le fueron entumeciendo, y después empezó a sentir un cosquilleo en toda esa zona. Ahora él suplicaría que lo perdonase, ¿no? Pero el hombre se limitó a contemplarla desde arriba, tan alto como una torre…

Conforme pasaba el otoño los días se iban haciendo más cortos y las noches más insondables. Las hojas del roble por fuera de su ventana, iluminadas por un agonizando rayo de luz, parecían arder, convirtiendo su celda en un mundo rojo y mórbido donde la mente hacía bromas pesadas. La casa en Nueva Orleans aún estaba de pie, su padre estaba vivo y ambos se movían por un bosque selvático y pegajoso, tocando las céreas flores que se marchitaban al tacto; y su padre le hablaba y le hablaba, una voz profunda y grave, la voz de todos los padres, la voz de todos los hombres. Ningún padre quiere ver a su hija sufrir. Quería volver a casa. Pero abría los ojos y las hojas ardían tras el cristal. Estaban sangrando y tenían miedo: el invierno se acerca. Nieve infinita con un único punto negro en el medio, Rennes-Les-Chateau. Como una pieza de ajedrez, era guardada cada noche en su caja de cojines de terciopelo color crema, una celda digna de una princesa, el ave más rara, el espécimen más codiciado. ¿Y qué hace Sybill mientras tanto? No mucho, bueno, en realidad nada. La mano (real o postiza) cae, la carne se magulla, la mujer grita y las paredes se hacen más solidas e infranqueables, atrápanosla en el último rincón del mundo. Sauniére estaba golpeando  a su madre, mientras los cocineros cocinaban rissottos, chuletas de cerdo, embutidos alemanes y patatas, mientras lavaban las copas de vino con presteza, y mientras la leyenda de la bruja iba haciéndose más y más real en su desesperación.

      A mediados de diciembre las cosas se habían calmado un poco.
      Al parecer, el espíritu navideño había tocado a Saunière, que no escatimaba un franco en decoración y otras cursilerías extravagantes. El efecto que producían de las guirnaldas y los muérdagos regados por el castillo era como una gárgola maquillada. Sin embargo, el efecto no era del todo desagradable, sólo quizá algo fuera de lugar, como todo… La única que se quejaba era Sybill: que si el banquete no iba a estar a tiempo, que si no había un solo invitado digno de su mesa en toda la campiña… Nadie parecía prestarle mucha atención. Los sirvientes estaban muy ocupados con los preparativos de a Fiesta de Navidad que se ofrecía cada año y los campesinos se habían tornado ya no precavidos, sino paranoicos.
      Pero Isabelle ya no se burlaba de sus tradiciones… Silky se había convertido en una pequeña esperanza… Vaga, pero ahí estaba. Además, había encontrado un área de la casa, el ala que conectaba la mansión con el castillo en ruinas, que permanecía sellada completamente a todos, hasta para Sybill, quien había armado una rabieta cuando su esposo se negó a darle la llave. Una madrugada de febril insomnio, Isabelle había paseado por los silenciosos y huecos pasillos de la mansión, mientras toda Francia dormía. Su paseo nocturno la había llevado a un descubrimiento que llenó su corazón de una mezcla de sentimientos.
      En realidad, lo único que separaba la mansión del castillo era una diminuta puerta de madera. ¡Tan simple como eso! Isabelle acercó el oído a la madera y la había encontrado fría y movediza, como si una corriente de aire helado soplara desde en otro lado.
    Sobre la puerta había sido pintado un mural. Ni la humedad ni el tiempo habían podido desaparecer los detalles: una enorme torre color sangre se alzaba contra el cielo soleado y salpicado de palomas imperiosas, gloriosa torre con miles de luces y esculturas. El jardín que la rodeaba era tan real que Isabelle casi podía oler el perfume de las flores, el perezoso zumbido de las abejas, en sedante borboteo de los ríos que corrían a lo largo del valle infinito. El Edén en la tierra, aquella perfección, aquella belleza… En medio del jardín, arrodillado sobre las flores, había un muchacho y… ¿cómo decirlo? ¡El muchacho estaba vivo!
      Sus ojos oscuros eran brillantes y sus labios parecían húmedos, entreabiertos en una expresión implorante. Donde estaba arrodillado el muchacho -¿el favorito de la bruja, el primer Sauniére?- las flores estaban marchitas.
      Días después Isabelle abrió esa puerta y vio esa torre y su jardín, pero esa vez estaban cubiertos de nieve. Aquella fue la noche del 25 de diciembre de 1949, cuando todos estaban bebidos, celebrando el nacimiento de Cristo en medio de una tierra pagana, y cuando Jean Sauniére tocó a su puerta.

-          Hola, Isabelle, ¿por qué no bajas? Tu madre está preguntando por ti.
El vino la estaba haciendo ver cosas. No fue en absoluto el muchacho del mural el que le
había hablado, sino su padrastro, la persona que más aborrecía en el mundo.
      -    No me sentía muy bien, por eso he subido –admitió Isabelle, encogiéndose de hombros, pero aún cautelosa.
-     Vamos –dijo él y le tendió una mano.
       Isabelle la miró asombrada. En aquel momento era una muchacha a la que le habían arrancado los ojos y la habían obligado a danzar, ciega, al borde de un abismo. Algo más –regálame un gesto, una palabra, lo que sea, lo que sea-, y resbalaría
-      ¿No quieres? –preguntó algo confundido al ver que no aceptaba la mano.
-       No.
-       Bueno, entonces entraré yo.
       La puerta se cerró silenciosamente. Nadie nunca se daría cuenta de lo que pasó. La música siguió sonando y el alcohol fluyendo. Sólo Sybill, charlando con un grupo de tontos de clase alta, enmudeció y por un segundo se sintió terriblemente sola. Aún así, nunca supo que su esposo había entrado en la habitación de su hija, que le había pasado los brazos por la cintura, sintiendo su tenue olor a perfume, miedo e inocencia, que le había apresado las muñecas entre los dedos y le había besado el cuello.
-          Isabelle…
      La muchacha que giraba dejó de bailar y cayó obedientemente en el abismo… Pero… ¡No! Algo le sostuvo los pies fuertemente plantados en la tierra. ¡No quiero morir así! Isabelle abrió los ojos y empujó fuertemente a su padrastro, luego abrió la puerta y corrió… sólo corrió y corrió, lejos de la luz, a la oscuridad. La oscuridad comprendería. Así que solo avanzaba, mientras las lágrimas iban regándose por su rostro, y un nombre se iba formando en su mente: Silky.
      La respuesta a todo se elevó del agua turbulenta y brilló, libre, a la luz.
      Ante ella estaba la puerta secreta y el muchacho. Isabelle empujó con todas sus fuerzas. Esta vez el pestillo cedió e entró el Radutauro. Por alguna razón, sabía que sería bienvenida.

      Al igual que la guerra, todo llega precipitadamente, o nunca llega… La puerta se cerró tras ella con un golpe violento y desapareció, tragada por las tinieblas del mundo que dejó atrás, y no hubo muchacho, ni castillo, ni Sauniére… Sólo ella, Isabelle, completamente sola en medio de una noche helada.
      ¿Era un sueño? De verdad, se sentía como un sueño, lo que veía, lo que escuchaba, llegaba a ella como vibraciones irreales producidas por el batir de un centenar de alas de murciélago. Pero, ¡qué reales las sensaciones de frio y desamparo! Isabelle, ataviada con un sencillo vestido de seda, empezó a tiritar, de pie en medio de un bosque titánico.
       Miró hacia el cielo, quizá anhelando una respuesta, pero, como era de esperar, solo obtuvo una bofetada de aire frío en el rostro. Después de los planes que habían ido formándose en su cabeza en los últimos meses eso era de esperarse. La parte lógica de su mente dejó de funcionar, quizás comenzando una lenta necrosis por el frío: ya no estaba en la mansión, sino en un bosque nevado sobre el cual brillaban tres lunas, lánguidas y lejanas.
-          Radotauro… -susurró embelesada. En aquel momento, el frío y el miedo eran milagros.
      Las tres lunas daban la suficiente luz para que viera lo diferente que era este Radotauro del mural de Saunière… Este mundo, donde cayó cual larga ella apenas dio los primeros pasos en la nieve, era como una mala reproducción del mural, pintado por otro artista. Era la inspiración  de la pintura, si, pero qué diferente era, que oscuro… Parecía haber ido pudirendose, descomponiéndose a lo largo de los años. En vez de los infinitos campos de flores por los que alguna vez corrió el muchacho maldito, sólo encontró lodo, nieve sucia y árboles retorcidos de ramas amputadas de sin hojas que trataban de arañar cielo purpureo. Y, hacía, tanto, tanto frío…
      Estaba en un bosque de cuento de hadas, pensó, y se echó a reír histéricamente.
-          No, imposible –se dijo mientras sus hombros convulsionaban con una mezcolanza de
carcajadas y lágrimas-. Estas cosas no pasan, no…
      Se había perdido irrevocablemente en las leyendas de los campesinos, a los que ahora odió con ardor y compadeció, y había huido de las garras de Saunière hacia la única salida que había visto en ese momento: Silky. Si, ella entendería, ella sabría que hacer, su bella y poderosa Silky… ¿Dónde debía empezar a buscarla? Sólo alcanzaba a ver una negra noche a donde mirara ¡Pero no importaba! ¡Todo se arreglaría, así y como se arreglan las cosas en los cuentos! Ella, la princesa Isabelle, tras una valiente cruzada por el amor y el honor, encontraría la Torre Roja y a la bruja que la habitaba. Luego, tras haber firmado el pacto, Silky se desharía de su padrastro y haría que todo volviera a la normalidad. Bienaventurados los que lloran porque… Pero algo sacó a Isabelle de sus ensoñaciones.
       Un rugido. Era profundo y caliente, proveniente de una garganta anhelante de sabor humano… Isabelle jamás había visto u oído a un lobo, pero apenas un aullido de plata se elevó hacia las lunas, supo exactamente que lo era. Durante unos momentos, no tuvo valor suficiente para levantarse. Era como volver a enfrentar a Saunière. No estaba soñando ¿verdad?  Lenta, muy lentamente se puso de pie y se dio la vuelta hacia los árboles.
     Una manada de lobos grises la observaban, dispersos por entre los troncos amorfos. Si, la observaban y observaban perfectamente, y ella, en la oscuridad, apenas podía distinguir sus siluetas: el pelaje encrespado, los hocicos espumeantes, los ojos como fuego triste ¿Ilusión? No. Algo que ocupa espacio, que amenaza. Lobos hambrientos en invierno. Isabelle dio un paso hacia atrás, y ellos, como un reflejo siniestro hecho de muchos cuerpos, imitaron el gesto. Sus ojos, más inteligentes que los de muchos humanos, recorrieron su cuerpo de una manera largamente conocida… El más grande de los lobos, se acercó un poco más:
     -     Huele a humano –dijo con una voz ronca y extasiada.
     No fue tanto una voz como un gruñido, pero lo suficientemente claro como para que Isabelle estuviera segura que lo oyó. El lobo lanzó otro aullido a la noche y se lanzó por ella. Isabelle, congelada en su sitio, aún sintiendo el calor de su habitación en la piel, fue consciente de como los engranajes de su cerebro se movían en lento retroceso hacia los sucesos de aquella noche. Lentamente, abrían la puerta de su habitación…
-          No –gimió fatídicamente-. No otra vez…
     No estaba loca ni tampoco era un sueño: esto era real y Silky estaba ahí, en algún lado.      Vivir se había reducido a hallarla... En un fatídico intento por reaccionar, hundió las uñas en las palmas hasta que le sangraron, obligándose a moverse. Unos patéticos lobos no podrían detenerla, no ahora que… A trompicones, corrió por la nieve, casi volvió a caer, mientras tras ella se oía con claridad como se abrían y cerraban las zarpas.
     Pero entonces el lobo lanzó un aullido de dolor. Por un segundo, Isabelle creyó que era su propia voz, atrapada y herida, pero sólo era el último jadeo del lobo muerto con bala en el cráneo. Alguien más había aparecido en escena y los demás lobos retrocedían, gruñendo, ante su presencia.
     Isabelle fue vagamente consciente de lo que sucedía… Desde que había salido de su habitación no había parado de huir. Como casi todos los adolescentes, era una cobarde, y lo único que había podido cambiar era que ahora huía por Radotauro. Cuando ya no le quedaban fuerzas y los minutos se convirtieron en horas, logró asirse a un gran tronco hueco, en el que se metió como pudo. Cuando se tranquilizó y pudo cerrar los ojos, desfallecía; estaba sollozando y tenía el cuerpo empapado de sudor febril. Un segundo después, la benévola oscuridad se cernió sobre ella y no tuvo consciencia de nada de lo que pasaba a su alrededor… 
    Cuando recobró el sentido, aún estaba oscuro. La sed la había despertado. Extendería la mano y cogería el vaso que siempre estaba en la mesita de noche al lado de su cama de dosel. Pero poco a poco su mente fue refrescándose del sueño y a su alrededor sólo hubo nieve y madera muerta. Pero, había alguien más allí. Una larga sombra estaba parada en la entrada de su escondrijo. Una voz, en medio de la oscuridad:
-          ¿Qué haces aquí?
       Isabelle chilló. Empujó a la criatura y cayó por fuera del roble, arrastrándose sobre la nieve. ¡No debía mirar! Los gritos salían desenfrenados de su garganta. Cada uno de sus movimientos se alargaban eternamente. Había sido una voz masculina, y casi tan joven como la de ella Abrió los ojos decidió mirar, asustada. Dos ojos azules brillaban sobre ella y ante si tenía un rostro simétrico y sin edad, y unos ojos relucientes tan azules como la última gota de luz dentro de un zafiro pulido. Lo único que delataba la verdadera edad de aquel hombre eran sus manos. Eran grandes y fuertes, y las venas se abultaban bajo la piel pálida. Lucía su cabello negro impecablemente recortado sobre las orejas, y un elegante traje de etiqueta del mismo color. Cuando volvió a hablar, lo hizo con dureza.
-          ¿Qué haces aquí? –exigió sabes, asiéndola del brazo.
       Isabelle lloraba copiosamente, con los ojos cerrados y tapándose los oídos como si anticipara una explosión. Aquello que iba a estallar era su corazón. Viéndola temblar, tan incontrolable como estaba, el hombre se acercó más a ella y hurgó en sus bolsillos hasta que sacó algo envuelto en un pañuelo blanco.
       -   Ten, come esto –dijo, tendiendo hacia Isabelle una manzana podrida-. Si no comes pronto algo de éste mundo no dejarás de oler a humano. Cuando te encuentren, te devorarán.
      Isabelle no dio muestras de entenderlo; aterrada, estaba segura que si seguía con los ojos cerrados todo pasaría, todo se convertiría en lo que en realidad era: un mal sueño.
-          Come –insistió el hombre sin inflexiones.
      Y entonces se llevó la manzana a la boca y le dio un mordisco.
-          No la he envenenado ¿sabes?
      A pesar de que aquel gesto la había sorprendido inimaginablemente, Isabelle luchó mucho para evitar que el extraño apretara la asquerosa fruta contra sus labios, pero al final cedió e incluso permitió que el misterioso hombre le moviera pacientemente la quijada de arriba para abajo, ayudándola a masticar como a un bebé.
-          Bien, ahora vete por donde viniste –ordenó el hombre.
Ella negó con la cabeza.
 -     No puedo… –alcanzó a decir finalmente.
 -     No te lo estoy pidiendo. Si no te vas, te mataré como al lobo –dijo el extraño.
 -     No puedo… -repitió Isabelle como una autómata-. Yo… no tengo a donde regresar.
El hombre la contempló en silencio. Apretaba la manzana fuertemente en su puño.
-          ¡LLEVAME CON SILKY! – suplicó Isabelle y extendió los brazos hacia a él-.
¡LLEVAME CON SILKY!
 -       Saunière. Hueles como ese hombre.
 -     ¿Qué?
       -      A ese hombre y a su estirpe se les ha prohibido regresar. Dime, ¿no fueron suficientes la juventud y la fortuna para ustedes los humanos?
       -     ¿Tu… Tu no eres humano? –preguntó Isabelle contemplando su rostro bañado por la luz de las lunas.
 -     Vete... Ahora –dijo él, pero su voz había perdido la dureza y la decisión.  
       -   Ese chico… está muerto –pensó el mural oculto, en el cándido rostro del muchacho desapareciendo conforme la pintura iba envejeciendo, pensó en los campesinos, que transmitirían la leyenda del muchacho aún cuando ella y sus descendientes se extinguieran… El mundo se iluminó con una fútil belleza que revelaba lo efímero de sus esfuerzos por haber llevado la vida que tenía, por pelear por ella, inconsciente de la abrumadora seguridad de la muerte-. Ese chico murió hace mucho tiempo –susurró-. Su nieto… es el esposo de mi madre… en realidad no tengo nada que ver con Sauniére… Encontré la puerta y pido que me lleves a la Torre Roja.
      Sólo silencio, en medio del acérrimo ruido del viento. 
-      No tienes idea de lo que pides –dijo el hombre con frialdad.
-      No me importa –dijo Isabelle sonriendo.
 El extraño la miró.
-      ¿Radotauro está muriendo también?
      Con delicadeza, el extraño se apartó de ella, con una expresión impasible, simplemente estudiando lo que aquella muchacha acababa de decirle.
-          Silky se alimenta de los sueños de los humanos –dijo-, pero conforme ustedes fueron
creciendo, como niños perdidos, se fueron alejando de ella… Si, Radotauro está empezando a morir… Ya nadie cree en la gracia de mi Ama, tan concentrados en su tecnología y su ciencia. Te llevaré con ella. En nuestra situación no estamos como para ponernos exigentes, pero quiero que recuerdes una cosa: siempre fue tu decisión.

       Cuando salieron a campo abierto, empezaba a amanecer.
       El bosque se extendía tras ellos como una gran laguna de oscuridad. Grises, los restos del sol naciente languidecían, pasando por el color negro, azul oscuro, plomo y finalmente plata hasta que la mañana resplandeció a su alrededor. Isabelle levantó la mano para protegerse los ojos como si la luz fuera intolerable. Se hallaba demasiado turbada para conversar, pero no dejaba de ver y de admirar todo a su alrededor. El camino fue subiendo por espacio de medio kilometro e Isabelle y su extraño amigo se encontraron en lo alto de una colina bastante alta, donde terminaba el bosque y desde donde se descubría el valle sin fin.
       La Torre Roja, situada el norte, interfería con los rayos del sol naciente, y fue hacia allí conde dirigió sus pasos. Hacia perfecto honor a su nombre… un castillo japonés hecho de madera revestida de yeso rojo, entre enormes muros de piedra levantados con finalidad defensiva, enorme como uno de los mejores rascacielos de Nueva York, destacaba como una larga daga ensangrentada sobre el paisaje nevado. Por el valle corría un imponente río, ahora congelado, cuyos márgenes no presentaban artificio alguno. Isabelle estaba maravillada. Jamás había visto un lugar tan salvaje y natural, donde la belleza fuera tan simple y misteriosa. El extraño observaba aquella imagen con indiferencia.
       Bajaron y se la colina hallaron en el extenso jardín. Hileras de vegetales y racimos de frutas negras sobresalían de la nieve, regada con palas y otros utensilios. Isabelle, que aún tenía en desagradable sabor de la manzana en su lengua, no podía imaginar como estas frutas podían ser cuidadas y cosechadas para convertirse en alimento.
       Ocasionalmente, Isabelle le echaba unas miradas a su acompañante, que parecía flotar sobre la nieve mientras que ella tenía que luchar para seguirle el paso. Por alguna extraña razón, pese al silencio y la hostilidad, sabía que estaba segura en su compañía. Todo estaba tranquilo mientras se acercaban a la Torre, sin un alma viviente alrededor.
-          ¿No vive nadie aquí? – preguntó Isabelle, sintiéndose algo débil.
Estaba demacrada y tenía hambre, pero por ahora no importaba.
-          Ya los verás –sentenció el extraño en tono misterioso y siguió caminando.
       Surcaron jardines secos e interminables, el valle, el puente derruido que cruzaba el río congelado. Cuando se asomó por las barandas, a Isabelle le pareció ver algunas figuras humanas dentro del hielo…
-          Ven –le ordenó en ese momento su acompañante-. Hemos llegado.
      La Torre Roja estaba ante ellos, engulléndolos. Sin embargo, la entrada no era más que una pequeña puerta de servicio. Por alguna razón, Isabelle se sintió algo insultada.
-          Ahora busca a Silky y convéncela para que cumpla tu deseo –le indicó el extraño
señalando el punto más alto de la Torre.
-          ¿Qué? –balbuceó Isabelle-. ¿Yo sola?
       -     Claro –respondió el otro-, no esperabas que hiciera todo el trabajo por ti ¿verdad? Anda –la apremió él para que entrara-. Ve y busca a Silky. Pídeselo y no dejes de insistir hasta que acceda.
       Isabelle titubeó un poco. ¿De verdad era tan desagradecida? Aquel hombre la había salvado de una manada de lobos hambrientos, y ahora le estaba exigiendo que le diera un tour por la Torre Roja… Se estaba empezando a comportar exactamente como una princesita malcriada. Sin decir palabra se escabulló sigilosamente hacia dentro. Sin embargo, antes asomó su rubia cabeza y encaró al extraño.
-          He sido descortés –dijo-. Mi nombre es Isabelle, ¿y el tuyo?
El la observó, estimando. Ella esperó.
-          De todas formas muchas gracias –exclamó la chica con una sonrisa, y acto seguido
desapareció en la oscuridad.

Sentir el abrigo de cuatro paredes a su alrededor la confortó un poco, y pese a que no podía ver nada. Por todas las cosas que tiraba mientras caminaba, parecía que estaba metida dentro de una bodega. Si efectivamente, cuando encontró una salida, se encontró en una cocina de proporciones monstruosas que, sin embargo, no parecía haber sido utilizada en años. Todos los utensilios, ollas, platos y cubiertos aparecían cubiertos de una fina capa de polvo y un mosaico de telarañas. Isabelle se acercó a una mesa y agarró un tenedor. Al sostenerlo contra la luz, descubrió que era de plata purísima, diametralmente más lujoso que los de las cenas de Saunière.
       El… Recordarlo hizo que un escalofrío inhumano le recorriera la columna vertebral, una electricidad compuesta de adrenalina y esperanza feroz. Había hecho algo que los campesinos sólo podían soñar, seguido los pasos del muchacho perdido, escapado a una jauría de lobos hambrientos y… encontrado un amuleto. Silencioso y exasperante, pero un amuleto a fin de cuentas, que en aquel momento tenía para ella las consistencia de un zafiro mágico que la ayudaría más adelante… o le pegaría un tiro en la sien.
     Dejó el tenedor y cogió una enorme bandeja, que limpió con la falda de su carísimo vestido francés. Verse en el espejo no ayudó mucho a su autoestima: tenía las ropas desgarrada y el cabello tieso y lleno de lodo. Trató de acomodárselo como pudo, no quería que Silky se negara a su deseo por cómo lucía. Hasta ahora no se había fijado en el mal aspecto que presentaba su persona. En su vida había visto un cambio más grande como el que había hecho ella desde, digamos… su “incidente” para acá. ¡Qué pálida y fantasmal se había puesto su piel!
       Al salir de la cocina, encontró interminables corredores en sombras. Arañas, gusanos, pero ni un alma inteligente, en medio de la construcción más enorme y demencial que había visto.  Vagó por los pasillos, en la compañía exclusiva de sus pisadas y de los latidos de su corazón, que iban acelerándose de impotencia mientras empezaba creer que de verdad no era capaz de hallarla. Se derrumbó, cansada y hambrienta, de espaldas a una puerta, que confidencialmente se abrió y se la tragó en su interior: había hallado un ascensor. Se lo quedó mirando un largo rato (la superficie de madera negra con adornos dorados), como sopesando las posibilidades, luego solo apretó el botón entró. Al último piso, por favor, por encima del moho y el aire un poco rancio que se respira en todos lados.

      El ascenso duró exactamente lo que suponía que iba a hacer, pero la estrechez y la claustrofobia de su pequeño recinto le dieron tiempo para pensar. La única luz era una sucia bombilla que bañaba su cuerpo con una dura luz amarilla, que titiló, y no tardó en extinguirse para envolverla en la más completa oscuridad por varios minutos. La penumbra y el olor a humedad llevaron sus traicioneros pensamientos otra vez al castillo de Saunière, a lo que aborrecía y sin embargo, añoraba, tan lejos de todo como estaba… Eso era lo extraño de anhelar en pasado, aún sabiendo que lastima, este nunca se va, solo se agazapa más y más hondo en la cabeza… y cuando despierta, no cura, solo destruye. Desde el momento en que su padrastro entró en su habitación habían pasado aproximadamente unas seis horas, y sin embargo, lo sentía como una vida. Cuando el ascensor se detuvo y se abrieron las puertas de su cautiverio mental, Isabelle corrió hacia uno de los balcones que tenía frente a ella y aspiró profundamente. La colina desde donde habían descendido aparecía a lo lejos, coronada con árboles muertos, por efecto de la distancia, daba la impresión de ser más abrupta de lo que era, ofreciendo un espectacular golpe de vista. El terreno estaba bellamente dispuesto; Isabelle contempló con deleite todo el panorama… el río, los árboles regados en todas las direcciones, la ribera y el contorno del valle. Belleza marchita y salvaje, hasta donde la vista pudiera llegar. Todo en Radotauro era enorme y glorioso.
-          Mmm… Así que eras tu la que está armando todo este alboroto…
Isabelle se estremeció… No era posible que… Asombrada, miró hacia sus pies y vio como un gato, un condenado gato color verde, estaba parado sobre sus patas traseras y le hablaba en todo cortante y mordaz…
-                 Ven conmigo, el Ama quiere verte –le indicó, y al ver que Isabelle no obedecía, la jaloneó hasta que entraron a una pieza tan lujosa como la sala de un palacio.
      Por fin Isabelle tenía ante sí algo que le recordaba un idílico de los cuentos de hadas, y cuando los cansados ojos azules de la chica se movieron en dirección al trono que había en medio de la estancia, estuvo convencida de encontrar en el la imagen de una reina benevolente o algún personaje por el estilo. Sin embargo, una extraña criatura estaba sentada en él. Ver la figura de Silky era un espectáculo que muchos considerarían imposible de soportar: su figura era completamente humana y gigantesca; su piel era oscura, pero tenía incontables manchas y zurcidos, como si su carne estuviera hecha con parches o pedazos de piel cocidos de manera conveniente. En efecto, Silky parecía una muñeca formada de trozos humanos que, pese a todo, tenia un rostro era hermosísimo, airoso y soberbio. Sobre su espalda desnuda se desparramaban olas y olas de flamante cabellera blanca.
-          ¿Qué pasa? ¿Te has quedado sin lengua? –preguntó en una voz perfectamente humana y
musical.
     Isabelle tragó saliva, que pasó áspera por su garganta. La desesperación que sentía y que había borboteando lentamente durante los últimos meses de su vida estaba alcanzando peligrosamente el punto de ebullición. Se acercó cautelosamente al trono, con Silky siguiendo cada uno de sus movimientos con sus profundos ojos negros.
        Al ver que Isabelle no contestaba, Silky chascó la lengua y se pasó sus dedos (cinco diferentes dedos remendados, a lo largo de su cabellera:  
        -      Aburrida como todos los de su especie…  -suspiró.
       Temerosa de perder su oportunidad, Isabelle exclamó:
-          ¡Por favor, concédame un deseo!
     Pero entonces sintió como Silky descargaba su pesado centro contra su cabeza y presionaba hasta que la frente de Isabelle chocó contra el suelo.
       -       Esa es la única forma en que podrás hablarme de ahora en adelante. ¿Lo has entendido?
      Se produjo un breve silencio durante sólo se oía la respiración de Isabelle contra las baldosas de mármol.
-       ¿Lo has entendido? –repitió la Silky.
Los dientes de Isabelle chirriaron, su frente sentía una dolorosa punzada.
-          Sí… –musitó.
-          Di “Sí, mi Señora”.
-          Sí… mi Señora.
      Silky, con una sonrisa en los labios, exclamó:
     -     Ahora, porqué he de concederte un deseo… se ve que eres una niña mimada, chillona y a parte de eso una tonta.
-      ¡Por favor, concédame un deseo!
-    ¡Silencio! –ordenó Silky-. Es imposible que una mocosa como tú haya ido tan lejos sin ayuda… Dime, querida, ¿a quién debo agradecer en tu nombre? –agregó con una sonrisa perversa.
       El corazón de la chica dio un vuelco. ¿Estaría metiendo en problemas el hombre de quien ni siquiera conocía el nombre sólo por salvarla? Silky la miraba inquiridoramente, casi con ternura, viendo su mente derrumbarse ladrillo por ladrillo.
 -     Entonces –dijo con una sonrisa- ¿Quién es tu amigo?
 -     ¡Por favor, concédame un deseo! –gritó Isabelle.
Silky resopló y la encaró con odio.
      -    ¿Por qué será que me maldijeron tan estúpidamente? Conceder deseo a cualquiera que me lo pida… Los seres humanos son los únicos responsables de su ruina –exclamó-. Nunca olvides eso.  Ah, ¿Por qué me habrán echado una maldición tan tonta? Cumplir los sueños de cualquiera que venga a mi. Isabelle, la primera virtud que espero de mi servidumbre es la obediencia. Si alguna vez descuidas la más insignificante de las labores te descuartizaré, querida. Serás mi sirvienta y me obedecerás en todo. Ya no existe nada para ti, excepto yo. Ya lo sabes. La muerte te espera afuera.
      Con un movimiento de la mano, una pluma y un pergamino volaron de un abarrotado escritorio hacia la mano de Silky, que se los arrojó a Isabelle. Lo único que necesitaba hacer era firmar… Ya no habría dolor ni desesperación, se habrían acabado las lágrimas que me habían acompañado en lo que pensaba había sido el invierno más largo de mi vida. Cuando miró sus ojos, oscuros y dulces como el vino, algo se removió en el interior de Isabelle, y entonces lo supo: en realidad, aquello no había echo más que empezar.  
     -     Pero ¿tengo que darte algo a cambio? –preguntó Isabelle.
 -    ¿Qué comes que adivinas?
 -    ¿Y… y que podrías querer de mí?
 -     Oh, nada significativo –se apresuró a decir Silky-. Algo que ni siquiera sientes. Para
obtener mi gracia debes realizar algunas tareas. Nada especial, sólo rutina, Isabelle. Si fuera por mi, te arrancaría el rostro, pero como puedes ver ya tengo uno, y muchísimo más hermoso… Sin embargo, tienes lindos ojos.
Isabelle sintió un escalofrío y un autentico dolor físico le recorrió el cuerpo. ¿Estaría Silky echa de muchas personas diferentes? Sin embargo, no le sorprendió. Cuando se abre una caja de Pandora no se puede esperar otra cosa ¿Quién era Isabelle para creerse diferente? ¿Cómo se me había ocurrido que podía salir victoriosa de semejante batalla? Pero había luchado por un buen propósito, lo hizo por venganza, y morir no le importaba. Tal vez resulte sorprendente, pero no se arrepintió de haber venido a Francia. Con esa última esperanza en mente cogió el pergamino y la pluma que se le ofrecían. Ni siquiera levantó la mirada para asegurarme del regocijo con que Silky sonreía. Mojó la pluma en el tintero y estampó su alma en un rápido garabato.
       Cuando todo estuvo hecho, Silky sonrió:
       -      Muy bien… ¡David! –llamó.
       -      Sí, mi Señora –dijo una voz conocida a sus espaldas.
       Ante la aturdida Isabelle volvió a aparecer la persona que la había rescatado, a quien miró con una sonrisa demasiado feliz y reveladora. El rostro de David, sin embargo, permaneció pétreo como siempre.
       -     Hazte cargo de ella –ordenó Silky-. Aunque no sé donde podrías ponerla. Se nota
enseguida que es una débil. Cómo ves aquí ya tengo a todos los inútiles que necesito. Sin embargo… si tanto quiere trabajo, dale el más pesado y el más desagradable que tenga. ¿Lo aceptas, Isabelle?
     
     Dos minutos después Isabelle volvía a correr detrás de David, sólo que en vez del bosque en ruinas, ahora lo hacía por la Torre Roja. Era tan inmensa, y tan abarrotada de cosas y puertas, que Isabelle sabía que ni en diez años podía conocerla toda. Afortunadamente, no pensaba quedarse tanto…
-          ¿Por qué… por qué no me quisiste decir tu nombre? –preguntó Isabelle con timidez.
-          No tiene caso que lo supieras, muy pronto Silky me concederá mi deseo y me iré de
aquí –dijo David sin mirarla.
-          ¿Tu también trabajas para ella?
-          Todos aquí lo hacen.
-          ¿Todos?
-          Mira a tu alrededor –indicó David, deteniéndose-. Ahora eres parte de nosotros.
       Y finalmente, quizá porque había firmado un trato con la bruja, quizá porque poco a poco iba dejando atrás toda la humanidad que tenía, Isabelle, empezó a verlos: La Torre Roja estaba llena de personas. Al comienzo se le aparecieron traslucidos, pero poco a poco fueron cogiendo forma hasta que fueron igual de macizos que ella y David.
  Lo que primero saltaba a la vista la uniformidad casi total de esta raza de estos individuos. Todos son pálidos, de piel amoratada y hasta verdosa, todos tienen ojos verdes e iridiscentes y llevan ropas negras. A partir de ahí sólo se diferencian por pequeños rasgos físico. Una uniformidad de la que nadie sale y que constituía una de las principales armas con las que contaba la raza para dar esa sensación de unión y poder. En los pasillos se observaba gran prisa y ajetreo…
      Isabelle se sentía agredida por todos lados. Los cocineros, ayudantes, meseros y otros muchos cientos de personas por el estilo pasaban con gran estrépito a su lado, cargando enormes ollas de las que Isabelle se pudo haber metido en cuerpo entero, vajillas llenas de comida que nunca antes había visto, tan cerca que sentía su olor a sudor por todo lados.
     Cuando una estrepitosa campanada sonó tres veces y el que parecía en jefe de las decenas de apresurados cocineros gritó aterrado «¡La cena!», Isabelle entró en pánico. Todos los focos se apagaron momentáneamente y luego todos prendieron a la vez con un espeluznante color rojo sangre, dándole a la cocina el aspecto de un foro de película pornográfica.
      Isabelle nunca había visto nada tan cegadoramente rojo. Las ventanas del edificio-ciudad eran millones de ojitos rojos por los que se oía el barullo de gente moviéndose, empujándose, estallando en sonoras carcajadas. Al ver por la ventana de la cocina. Allí se veían puntitos de sangre extendiéndose por todas partes, en todos los pisos, en las aceras había gente parada en charcos resplandecientes de luz escarlata. Alguien la agarró por el cuello de la maltrecha camisa y la apartó de la ventana.
       -     Aún no pueden verte. Toma, ponte esto –dijo, dándole el uniforme- Trabaja duro. . Muchos mueren sin haber logrado su objetivo, Isabelle… Esfuérzate.
       Le asignaron un número, una posición y un cuarto.
       El primero, era tan largo que se le olvidó apenas se lo dijeron, la segunda, el lugar más bajo en las inmensas cocinas de la Torre, y una habitación pequeña, de madera, amueblada solo con un camastro… David había desaparecido de su lado como siempre lo hacia, e Isabelle quedó sola en medio de un millar de personas que no la distinguían ni la conocían, pero que ya daban por hecho que había vivido en la Torre Roja junto con ellos. En realidad, la cantidad de almas atrapadas por los dotes de la hechicera era tan grande que uno podía no cruzarse con la misma persona en varios meses…
       Isabelle, que no era perezosa y débil, pero que había gozado de una buena posición la mayor parte de su vida, se vio reducida a limpiar las manchas de grasa junto a las estufas que no paraban de producir brebajes horripilantes hechos de carne agusanada y vegetales putrefactos. Sin embargo, en la podredumbre, la Torre Roja bullía de vida, y las personas que trabajaban en ella de verdad parecían motivadas, felices… La habían dejado ir cerca del alba del día siguiente, cuando, incapaz de probar los alimentos morado oscuro que le ofrecieron empezó a desfallecer y, lo peor, a entorpecer el trabajo de los otros.
       Cuando abrió los ojos y supo que era la primera hora de su nueva vida...

A veces miraba por las ventanas y veía un pequeño pájaro posado en el alféizar. Picoteaba alegremente entre las plantas y macetas, ajeno a todo lo que ocurría en ese mundo, en esa Torre, que a veces aplastaban con su cinismo y dureza. Era en esos momentos cuando David sabía ciertamente que no era libre.
     Y, al otro lado de la pequeña ventana, el mundo… los bosques frondosos y las colinas cubiertas de flores, y a su alrededor, la enorme serie ramas muertas y gusanos devorando todo que constituían el único hogar que había conocido.
      A veces se sentía intranquilo, no entendía por qué quería abandonarla. Silky era la única paz que había conocido, su musa visceral, su salvadora… Sin embargo, debía dejarla. Si Isabelle o alguno de los otros supiera cuanto tiempo había estado deambulando por la Torre (exactamente como lo hacia aquella noche) se espantarían y se alejarían.
    Una prueba más, pensó David, una prueba más y Silky concedería su deseo, y su corazón, muerto y anhelante por muchos años, finalmente se sentiría en calma.
    Isabelle causaba una profunda impresión en él sin llegar a llamarse afecto o simpatía. Es solo que, le recordaba tanto a él mismo cuando había llegado a la Torre Roja. La soledad, la sensación de vivir soñando, de deambular como un sonámbulo entre seres que no comprendías, solo esperando que la diosa se acordara de ti entre las millones de almas codiciosas que habitan la Torre Roja y te enviaba a realizar alguna tarea que muchas veces era la muerte. Cuando él llegó a Radotauro, era un hombre sin pasado. Le habían arrebatado completamente la identidad, su nombre y su conciencia… Deambuló por los bosques durante semanas, sin necesitad de comer o de beber, preguntándose porque todo lucía tan diferente y a la vez tan familiar, hasta que ella había surgido ante él, y su hermoso rostro había hecho que se prendara de ella por los siglos.
   -     Solo una más –se dijo duramente. Aún no debía flanquear.
       Inconscientemente, sus pasos taciturnos lo habían guiado hacia una pequeña puerta sin nada especial. De repente dedujo que era Isabelle la que aguaba su pena en lágrimas. Se acercó a la puerta corrediza de la habitación de la muchacha y en un acto de curiosidad espontánea, pegó el oído a su puerta. De ella unas palabras surgieron entre sollozos: “Papá…”. Con el rostro frío, no supo porque hizo lo que hizo, y aunque no sentía ni preocupación ni pena por aquella voz débil, dio unos golpes en la puerta y entró.
       Al verlo, Isabelle se sobresaltó, pero contuvo como pudo la siguiente serie de amargado llanto y con el mejor tono que pudo, y la saludó con un simple “hola”. Cuando la vio iba vestida de negro, pequeña y delgada y con esa sonrisa enorme y todo el pelo recogido con una cuerda, y el uniforme le queda demasiado grande. Uno de los tirantes le resbala por el hombro y allí su piel es tan blanca que parece azúcar. Un vestido por encima de las rodillas. Cree que es amarillo pero igual Silky diría que es dorado. Aunque tampoco es que importe el color. David cruzó la puerta, sin decir palabra, y la cerró tras él. No hizo falta hablar. A su lado, todo quedaba claro con una mirada, un gesto… porque a veces, las palabras simplemente no son necesarias.
      Isabelle se sentó porque no podía sostenerse, parecía tan lastimosamente enferma que David juzgó que no debía dejarla sola, y no pudo menos que decirle con voz fría, aunque compasiva que, de verdad, se acostumbraría muy pronto a aquel mundo.
       -      ¿Puedo hacer algo por ti?
       -      No... Gracias –contestó Isabelle tratando de reponerse
       Y al decir esto rompió en llanto y no pudo decir ni una palabra por algunos minutos.
David, sorprendido y apesadumbrado, solo supo expresar confusamente que lamentaba su situación.
      David la contemplaba en medio de un silencio.
  -      ¿Extrañas a alguien, no es así?
       -    El… era un maldito…, me recuerda a Silky ¿sabes? Pero al menos Silky no encuentra placer en lo que hace… Y mi madre… una cerda egoísta
       -     No parecían caerte muy bien. Entonces, ¿Por qué lloras?
       -    Porque dejé atrás a mi hermana. Tiene cinco años, ¿qué va a ser de ella ahora que yo no esté?
       -     Sobrevivirá.
       -    ¿Ah? –musitó Isabelle.
       -   Sobrevivirá –le aseguró él, mirándola intensamente- Los humanos siempre lo hacen, sin importar el costo. Que tu estés aquí y ahora es una prueba de ello.
       -     David… -dijo Isabelle, formulando una pregunta largamente sopesada- tu, ¿eres un ser humano?
      Silencio, y una extraña luz dentro de sus ojos azules.
  -     Soy lo que tengo que ser –dijo tras un minuto-, nada más.     
       David se levantó de su asiento, le hizo una reverencia y salió. Isabelle se quedó mirando pasmada el espacio que había ocupado… Luego, estrepitosamente, se levantó ella también, sin calcetines y sin zapatos, y salió a los corredores de la Torre Roja, que siempre se abrían al campo y proporcionaban un panorama vivificador con la vista de las altas colinas brumosas envueltas en misterio que dominaban los paisajes de aquel viejo y bizarro mundo. Los viejos robles y castaños sobre la tierra cubierta de nieve la saludaban a lo lejos, reconociéndola. David se alejaba por las escaleras, hacia arriba, hacia Silky…
      -      Mírame si te importo –susurró cerrando los ojos-, mírame si te importo, mírame si te importo…
      Confidencialmente, algunos habitantes de Radotauro la miraron: un perro, un niño de doce años que gustaba de cualquier cosa que llevaba falda, un anciano desdentado… David, sin embargo, la ignoraba como siempre, pero eso no le importaba, se contentaba con tenerlo unos segundos a su lado y ver como se sobresaltaba por algo que ella decía. O el simple hecho de que le mandara algún mensaje diciéndole que sobreviviría. La hacía sentir importante, le hacía sentir una especie de color que pintaba sus días y que nada tenía que ver con el bermellón de la Torre donde ambos, de cierta forma u otra, eral prisioneros.
       Entrando al ascensor, su amigo se perdió de vista. Isabelle resopló:
       -     ¡Ah, idiota! –exclamó y se alejó con paso alegre, mientras vagabundeaba por allí con la esperanza de volver a hablar a David.
 
Habían pasado cerca de tres meses desde que había llegado a Radotauro. El trabajo era duro e interminable, pero de cierta forma, para alguien que había estado rodeada de lujos y frivolidades era tónico y reparador. Muy pronto se acostumbró a despertar al anocheces y dormirse al alba, dejando que el pálido sol de la mañana iluminara los pasillos desiertos y en calma mortal. No había visto el mediodía en casi cinco semanas… Las visitas de David eran raras pero en cada una podía aprender algo nuevo, y lo más importante, se sentía protegida. Aprendió, a trompicones, a barrer, lavar y cocinar, creando al principio horribles sopas pestilentes, casi siempre basada en los colores de los ingredientes. El proceso para adaptarse a la comida de Radotauro fue más difícil, pero al final su estomago se acostumbró a los alimentos pasados y terminó aceptándolos sin que protestara. Los habitantes de Radotauro, una mezcolanza de todas las razas, lenguas e historias, la acogieron entre ellos casi al instante.
     Isabelle siempre recordaría el día en que se cumplieron tres meses de su llegada porque fue la última en acostarse. El cielo aún estaba negro, pero el contorno de las colinas bullía de rosado y oro. Se había quedando limpiando los restos de té en las teteras, y vertía en agua usada por una de las puertas del primer piso, que daban directamente hacia los infinitos jardines de flores muertas. La temperatura había ido bajando toda la semana y Silky, al igual que los habitantes más antiguos de la Torre estaban intranquilos. Así pues, Isabelle continuaba con sus labores, vagando su mente en su mundo propio, a veces aún más caótico que Radotauro, cuando a vio.
     En la oscuridad, la nieve brillaba con una nube plateada y espectral, y en medio de la silenciosa ventisca había alguien de pie: una mujer que la miraba tranquilamente. Cuando extendió una mano hacia ella, fue como arrancar una amapola de la nieve, con sus largos ropajes y su cabello rojo moviéndose bruscamente al viento helado.
-      Hola –dijo Isabelle.
     Contempló el rostro hermoso e impasible, sus ojos brillando como joyas amarillas incrustadas en una montura de obsidiana…
 -        ¿No tienes frío allí afuera? Dejaré esta puerta abierta para ti, si quieres entrar…
      La otra asintió. Aquel ser tenía, sobre todo, un color... Era un color, no de la descomposición, sino de la asociación inconveniente. Era un color maligno, oscuro y ultrarojo, y era el color de la mujer lo que infundió terror a su corazón. Y fue eso lo que quedó más grabado en su memoria de todo cuanto vio aquella noche; y se le hizo un nudo en el estómago, y se le erizó en cabello de la nuca, la saliva inundó su boca, y un mensaje secreto enervó hasta más profundo remolino de su cerebro... El mensaje sólo decía «¡Huye!».
    Sí, huye, porque no tienes ni idea de lo que acabas de dejar entrar en Radotauro.

      Silky, que sólo podía detectar la codicia humana, la carne humana, no se dio cuenta de lo que sucedía hasta ya entrado el día siguiente, y cuando dictó sus ordenes ya era demasiado tarde. Durante la noche, alguien o algo había dejado un huevo en la entrada de la Torre, un pequeño huevo verdoso con un cascarón duro como la roca, que durante la noche había crecido hasta poder abarcar tres hombres dentro de su circunferencia, y mientras los confundidos habitantes de la Torre deliberaban que hacer con él, la cascara empezó a agrietarse y la solida masa de la que estaba echo empezó a sangrar.
       El cascaron se rompió y un profundo rugido seco que sacudió Radotauro. El aquel momento Isabelle sintió un profundo ardor en el pecho que la hizo encogerse en su sitió. Por lo que veía a su alrededor, no era la única. Un anciano que estaba a su lado, la miró con ojos fanáticos y dijo:
  -    ¡Hemos sido elegidos! ¡Silky nos ordena luchar!
       ¿Qué? No podía estar hablando en serio, ¿o si? Mirando directamente a lo que salía del cascarón, Isabelle finalmente comprendió todo, y sintió que el entendimiento fluía como ácido corrosivo por sus venas. Así que de eso se trataba todo, un enfermo, cruel y desquiciado juego de poder: la bruja mantenía cautivos en su Torre a miles, quizá millones de humanos que habían acudido a buscarle con la esperanza de que ella les concediese un deseo, que aliviara su dolor y mitigara sus penas. Sin embargo, Silky los mantenía y los utilizaba hasta que no quedaba nada de elos, con la promesa de que si eran buenos, si le hacían ofrendas y se esforzaban, ella los recompensaría con su gracia. Entonces, ¿era Silky malvada? Y si lo era, ¿Por qué su modus operandi se parecía tanto al de Dios?
     Ladrillo por ladrillo, piedra sobre piedra, prueba a prueba, ella acumularía los logros necesarios para que Silky la bendijera y cumpliera el trato por el que había dejado todo atrás.
      Isabelle miró a David, que se había mantenido fielmente a su lado… ¡¿Cuántos años debió permanecer allí para que tan sólo le faltara una misión?! Ahora, la Torre Roja, su hogar, era atacada, y ellos debían protegerla a toda costa, aunque protegerla significada la muerte, ellos avanzarían en nombre de la diosa…
       El cascarón se rompió completamente y se hizo un silencio en el valle. Crujido, jadeos, respiración acelerada, y el sonido que produce la adrenalina en el cuerpo los estaba volviendo locos. Valientes hormigas a los ojos de la criatura, puntos negros dispersos en la nieve. Altivo, el enorme dragón dorado se elevó en el aire y empezó a quemarlo todo. 
      La primera llamarada se llevó gran parte de las cosechas y a los que trabajaban en ellas. Isabelle, asustada, sintió como el calor abrazador le daba en la cara, incapaz de repelerlo con las manos, sintió como el suave vello de los antebrazos empezaba a chamuscarse. En ese momento, y como había ocurrido meses atrás, alguien la protegió del peligro.
      ¡Te importo!
 -     Ni se te ocurra morir ahora –le advirtió David-. Sólo harías el peor de los ridículos.  
 -     ¿Qué harás tu? –preguntó Isabelle, angustiada.
 -      Sólo una –dijo David, y repitió sus palabras hasta que se hizo una salmodia maniática y sin sentido-. Sólo una. Sólo una. ¡Sólo una más!
      A veces la realidad solía asustar mucho a Isabelle, sobre todo cuando sobrepasaba la ficción. Ya no estaba arrastrándose por las hojas de sus libros, sino sobre tierra quemada, y no eran letras indiferentes lo que observaba, sino cadáveres carbonizados mirándola con los ojos vacuos de la muerte… Demasiado real, hirientemente real… Como el día que murió su padre, cómo la noche de Navidad… Todas aquellas ocasiones había tenía miedo, pero a donde quiera que mirara había personas luchando y muriendo, inútilmente, solo ella se quedaba quieta, inamovible en su sitió, cerrando los ojos como un avestruz mientras todo pasara, viendo la vida desfilar en la vitrina. La Torre Roja, en llamas. Los de adentro trataban de apagarlas. Todos se veían extrañamente tranquilos dentro de las corazas rosáceas que eran ahora sus cuerpos quemados… Para ellos, esto era tan natural como trapear pisos o cocinar la cena, y estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por la gracia de la hechicera. Los de atrás gritaban adelante, los de adelante gritaban de dolor… Radotauro había resistido mil batallas, pero el caos, para los que las recordaban, era el mismo de siempre. Un montón de humanos lanzados al vacío sin nada que perder. Pero ganar… ganar lo era todo.
     Isabelle, llorando, con el cabello quemado, se deslizó como en sueños sobre la tierra árida, el dragón lanzó un rugido. No era humano en absoluto, pero de verdad pareció mucho un largo aullido de dolor e indignación, porque él, su amigo enigmático, ese humano no del todo humano, había logrado atravesarle el ojo con una lanza.
 -     ¡David! –chilló Isabelle, eufórica.
 -      ¡Solo una más! ¡Solo una más! ¡Solo una más! ¡Solo una más! ¡Solo una más!
En ese momento el dragón lo miró. No era en absoluto la mirada de un animal la que lo estaba atravesando… Rojo… No el rojo de la Torre, otro color… el de las amapolas en verano… La bendita locura había descendido por el en limosina desde en Cielo, perdió todo conocimiento, rencor, dolor… No sabía qué día era, cuantos años tenía y su verdadero nombre. Si, “David” era sólo un capricho de Silky, un poco bíblico para su gusto, pero era una orden, y él obedecería a ese rostro, lo único que podía reconocer en medio de la niebla amarga que era su mente.
       En aquel momento David, a casusa del impacto de las llamas a sus espaldas, cayó obre la superficie lisa y húmeda de ese ojo, que fue absorbiéndolo lentamente, como arenas movedizas, en medio de sus gritos y sus esfuerzos para salir, hasta que solo hubo oscuridad.
        David despertó dentro del interior del Dragón. A donde mirara, sólo veía un color negro insondable del interior del iris. Estaba atrapado. Se escuchaba un sonido a lo lejos. ¿Fuego? Si, es un chisporroteo, llamas de una pira. Pero… ¿Era él quién se está quemando? Estaba dentro del monstruo. La criatura a la que el ama llama monstruo.
 Por favor, no me llames así, le dijo una voz.
     ¿Quién eres tú?
      David.
     ¿También eres David?
      Si, la supuesta cosa denominada David.
     ¿Por qué?
     Por que ellos nos llaman David.
     ¿Ellos?
     Si, ellos los seres vivos.
    ¿Yo no soy un ser vivo?
     No, eres solamente una cosa pretendiendo ser un ser vivo. Puedes sentirlo en tu piel, cuando duermes y comes, y cuando estas ante tu señora. Tu piel no está caliente, no es la piel de un ser vivo.
      Ellos, sus adorables compañeros de especie, iban a quemar su cuerpo en un horno crematorio, pero ella lo había rescatado, se lo había llevado con ella y… y… Le pareció entonces que estaba en otro sitio, en otro tiempo. Era un bosque, verde y puro, el aire libre y el trinar de los pájaros, y alguien le decía, la misma mujer, muy adentro de su cabeza, suplicaba:
      -     Por favor, Señor, no me lo quites… Lo amo tanto.
      -     ¡No! -gritó David- ¡No me llevas a ese sitio…! ¡NO ESCARBES EN MI MENTE!
      Concedido, allí estaba de nuevo, atrapado en el interior del ojo que todo lo ve; atónito, vio como su propio miedo caía, liquido, sobre sus manos abiertas.
       -    ¿Estas son… mis lágrimas? –susurró David.
       Era la primera vez que las sentía y las veía caer sobre las palmas de sus manos, sin embargo…, le resultaba familiar. Estaba llorando.
     Cayó de rodillas y se cubrió los ojos con las manos, pero en sus párpados cerrados la imagen siguió sin deshacerse. Por favor no me lo quites, Señor. Lo amo tanto. Era Silky la que suplicaba, pero no era Silky en absoluto. ¿Cuántas veces, durante aquellos primeros siglos, había recordado aquellas palabras? ¿En cuántos lugares del bosque, de las cocinas, de los corredores, no había buscado ese día soleado en que la mujer había llorado tanto? La Silky del cabello rojo, el sol y el calor del mundo humano, el bebé, el hijo de ambos, perdidos en el recuerdo. Y entonces la tragedia, ella lloraba, y repetía y repetía aquello, gimiendo… Lo amo tanto. Por favor no me lo quites… Siempre había amado a Silky con miedo cerval a recordar por qué la amaba, parte de una añoranza por todas las cosas que lo confundían, por las preguntas que había callado por cobardía, por ese eterno sentimiento de vacío que había nacido con él y que sólo acabaría con su muerte.
       Te he estudiado, golem, dijo el dragón, el dolor. Si lo sientes hasta la desesperación entonces, ¿por qué vives?
   -    Yo… –murmuró David.
        ¿Pero acaso no te duele?
        -     ¿Dolor? No. Es soledad. Estoy solo.
       ¿Soledad? No comprendo.
        -      Es… es estas con muchos pero te sientes solo.
        Yo no conozco ese sentimiento, y ustedes tampoco conocen lo que es la verdadera soledad hasta que llega el momento de vuestra muerte. Y ahora tu pobre alma ya no puede resistir más.
-          Lo sé, por eso discúlpame por lo que voy a hacer…
        Si, el era David y no era humano. En realidad, aún sin recordarlo, siempre lo supo, y la mujer dentro de sus recuerdos moriría junto con él. El triste hecho era que los humanos, a diferencia de él, no podían autodestruirse.
       Los habitantes de la Torre, agotados y sangrando, vieron como el dragón detenía su brutal masacre y se quedaba quieto en un punto lejano del cielo, luego empezó a inflarse como un globo dorado, álgido de su propio fuego interno, hasta que reventó en una terrible explosión que tiñó de negro el cielo de la mañana.
      Su cuerpo salió disparado hacia arriba. Por unos instantes, se sintió como un muñeco de trapo que un cruel niño arrojó por los aires, por encima de la Torre, por encima de los interminables valle de Radotauro… Entonces, un violento resplandor naranja lo envolvió y escuchó un clamor ensordecedor. Instantes antes de desaparecer para siempre, la cabeza de David giró instintivamente hacia el único lugar que en su estado podía reconocer e identificar.
   -      Silky… -susurró.
Me faltaba una prueba, sólo una prueba… para ser libre.

La explosión proyectó hacia atrás a Isabelle, que cayó sobre la nieve de espaldas. Durante un breve instante había visto el cuerpo de David salir despedido por el aire. Entonces el dragón había explotado y su cuerpo había sido decorado en el aire por una cegadora llamarada y un calor tan intenso que casi fue hermoso. La explosión hizo temblar Radotauro con una fuerza brutal y por un momento no pudo ver nada más.
     Cuando se puso de pie, Isabelle corrió hacia los restos que caían del cielo, en llamas. No había rastro de él. Iba a lanzarse a las llamas, cuando los demás sobrevivientes la detuvieron. Desconcertada, giró hacia donde estaban ellos: quemados, chamuscados, pero bien. No pienses en ellos, se dijo, si lo haces, te volverás loca ¿Pero, dónde estaba él? No, el no lo había logrado. Su extraño amigo, su solitario a amigo…  había muerto.
     Entonces, Isabelle cayó de rodillas y lloró, lloró sobre las cenizas de David.
    
-      No puede poner al rey en lugar de un peón.
Silky cerró los ojos, irritada.
     -   Tu también eres una pieza ¿No te parece irónico que una pieza le esté diciendo al jugador como jugar?
      El sirviente la miró de soslayo y como es su costumbre, calló. El hermosísimo tablero de porcelana estaba cortado simétricamente en cuados monocromáticos, las piezas sin embargo, eran de dos tonalidades de rojo: carmín y escarlata. Ambos reyes, las piezas más inútiles den tablero, estaban en primera línea, listos para la masacre como la primera carne que devorará el enemigo. La caprichosa hechicera había situado a la reina en la posición central del juego, enorme, grotesca, más letal que todas las piezas del tablero juntas.
      -    Dime, ¿por qué el rey merece más consideración en este juego? Crees que si un tablero de ajedrez fuera la vida real, estas piezas (estos nobles alfiles, torres y caballos), seguirían de pie. No, esta es una batalla entre reinas, y el rey, al igual que las otras piezas, seguirá acomodándose a sus pies… 
     Afuera, el cielo de Radotauro, los relámpagos surcaban el aire caliente de la noche. La atmosfera era eléctrica, alterada y Silky podía sentirla en cada átomo de su cuerpo.
 -     Llama a Isabelle –ordenó, para volver inmediatamente a su juego en solitario.
      Había algo que no le dijo a nadie durante cuatro años, pero el secreto, como una ola asesina estaba rompiendo los diques y amenazaba con destruir todo a su paso. Hace cuatro años, el huevo de Dragón había sido sólo una mala broma comparada con esto. Ahora, un nuevo desastre había entrado en el corazón de la Torre, infectándola como al gran sistema vivo que en realidad era.
  -      ¿Me ha llamado, mi Señora?
   He ahí a su caballo blanco, ahora toda una experta en moverse por el tablero de batalla. Los años de trabajo en la Torre habían curtido a Isabelle con una elegancia helada y despótica, su cabello corto y rizado ahora le llegaba hasta casi la cintura, y su rostro inocente y melodramático se había tornado frío y hermoso como el invierno.
  -       Es la ofrenda más grave, Isabelle… -dijo Silky mirando por la ventana- Ya ha habido
más de cinco asesinatos…
     La mujer no respondió, pero en la oscuridad Silky podía percibir la hostilidad y la codicia inhumana de unos ojos que hace muchos años habían estado vivos, media luz y media sombra, de pie en el umbral.
       -    Wow, no creí que le importaran tanto nuestras vidas, Señora –exclamó Isabelle, fingiendo haberse conmovido profundamente.
       -     Cierra la boca –ordenó Silky-. Un asesinato dentro de la Torre Roja es algo inconcebible. Además, está el modo en que lo hace…
       -      ¿El modo?
       -    Ese monstruo se roba las caras de sus victimas después de asesinarlas. Es un demonio, un Sin Cara.
       -    ¿Quiere que me encargue ahora? –inquirió Isabelle, con su voz dulce y maliciosa.
       -     Si. Su mera presencia me enferma ¡La quiero muerta!
       -   ¿La quiere? –repitió la mujer-. Habla de ella como si la conociera. He esperado cuatro años por la última prueba, sea lo quesea, lo destruiré.
      -     Me gusta tu actitud –le sonrió su ama-, porque de hecho, querida, fuiste tu quien la dejó entrar…
       Se hizo un profundo silencio en la sala. En realidad, no había nada que decir. Isabelle se había olvidado irrevocablemente del alba en que dejó abierta una puerta para ayudar a una mujer que creía tiritaba en el frío.
 -      Ven –ordenó Silky-, acompáñame. Quiero enseñarte algo.
     En la mesa se encontraba únicamente una pequeña vitrina portátil, de las que eran de uso común entre las clases altas del Japón medieval. Estaba elegantemente decorada, laqueada y chapada en oro y plata, se empleaban para guardar objetos personales tanto en casa como durante los viajes. La bruja Silky la abrió con delicadeza, sacó dos viejos pergaminos y los desenrolló frente a las narices de Isabelle.
     Ambos estaban repletos de intrincados símbolos que la muchacha le parecían jeroglíficos indescifrables contando secretos ocultos de tumbas y faraones. Nada más lejos de la realidad; solo complicadas cláusulas sobre el trato y la equivalencia de intercambio. Y al final, escrita con sangre seca y marrón, una firma:

Ruby Gabrielle.

       -    Ella es un ser como tu –dijo Silky quedamente, su enorme figura encorvada ante Isabelle para mirarla a los ojos-, pero ha desobedecido las ordenes y ha vuelto. Al parecer, es solo una tonta que no estaba conforme con los acuerdos de nuestro contrato y regresó a vengarse de mí. Pero ahora, es diferente… no sé cómo sucedió. Aquella mujer entregó su alma a un demonio, así como hace mucho tiempo me entregó algo a mí. Se ha convertido en un monstruo.
      Isabelle estiró la mano y acarició el pergamino, de repente, sintió una terrible piedad por esa mujer, sea quien fuese, y por si misma.
      -     Lo que le quitaste… -dijo- fue demasiado terrible ¿verdad?
      Silky no dijo nada.
      -     Ese no es tu problema. Mejor preocuparte por tu propio contrato.
      -     Sí, lo se –dijo Isabelle-. Lo sé…
      -    Odio admitirlo, pero después de que David muriera eres lo más efectivo que tengo. Quiero que te deshagas de ella, y quiero que lo hagas rápido. Si lo logras… yo cumpliré mi promesa.

Antes de ir a buscar al Sin Cara, Isabelle tenía sus propios asuntos que atender. Había empleados que supervisar, partes de la Torre que vigilar. La mujer, hermosa y pálida, había luchado y matado a monstruos de toda clase con sorprendente agilidad, mientras sus compañeros la contemplaban boquiabiertos. A los veinte años, Isabelle se había convertido en la mano derecha de la hechicera y la segunda persona a cargo de velar por el funcionamiento de todo en la Torre. Y ahora, a solo cuatro años después de haber venido a Radotauro, debía deshacerse de un insignificante demonio para ser libre.  
      En aquel momento, siendo el anochecer de sus últimos días en Radotauro, Isabelle rebanaba a un monstruo con sorprendente agilidad, mientras sus ayudantes, empuñaban las armas
 -      ¡Manténganlo quieto, inútiles! –gritó Isabelle.
      Con una agilidad felina y siempre elegante, cortó las patas de aquella abominación y mientras ésta caía, le disparó con la vieja pistola de David, atravesándole el pecho. El monstruo, gimiendo, se agitó por unos momentos en el suelo polvoriento y al final expiró. La mujer aterrizó al lado de su trofeo entre una avalancha de exclamaciones de jubilo. Ni siquiera los más antiguos eran capaces de hacer algo para ocultar su admiración.
      Sin embargo, la celebración duró poco. Algo o alguien se acercaba a ellos por el bosque. Era una persona; pudieron oír sus pisadas irregulares y su respiración acelerada, mientras su figura lentamente iba apareciendo en el claro de luna.  
     Al verlo, todos guardaron silencio.
     Isabelle estuvo a punto de perder la conciencia. Volvió a cerrar los ojos y luchó por llevar aire a sus pulmones. La mano en la que sostenía la pistola estaba insensible. 
      -    ¿Quién es ese hombre? –preguntó uno de los más jóvenes, alguien que desconocía ese rostro pétreo y la ahora legendaria batalla contra el dragón.
    Isabelle no respondió. Se sentía mareada, no solo por el cansancio, sino por la suave caricia de sus ojos azules cuando se clavaron en ella. Sintió como, frías, las lágrimas empezaban a caer desbocadamente por sus mejillas… No había llorado en cuatro años.
     Isabelle corrió hacía él. ¡Estaba vivo! ¡Estaba exactamente igual que antes, su corazón aún no se había consumido en el fuego y su rostro aún ardía con ese frío resplandor que nadie más tenía! Lo abrazó, lo estrechó en sus brazos tan intensamente como pudo, no importaba si lo asfixiaba porque lo asfixiaría en su amor, nada más. Pero David no devolvió el abrazó. 
 -     David…
     Después de que él se fuera, ella había guardado sus lágrimas en el vial de la esperanza, las conservó cerca de su corazón para recordarlo por siempre. No sólo le dio un abrazo, sino que se lo dio todo, su corazón, su alma, ahora eran de David... Había sufrido tanto desde su llegada a la Radotauro, tantas cosas perdidas, tantas batallas y amigos enterrados bajo un camino construido de sudor y sangre. Pero todos esos momentos oscuros quedaban eclipsados por el brillo fugaz, pero intenso, de los ojos azules de David, y hasta el más terrible grito de sufrimiento de acallaba con el tono calmado de su voz.  Las temblorosas manos de Isabelle se aproximaron a él, sus dedos rozaron su frío rostro y lo acercaron al suyo suavemente. Esto era lo que estuvo esperando siempre.
      El, sin embargo,  no la miraba a los ojos, y eso la desesperaba. Ahora parecía tan confundido que daba pena verlo, no estaba ni allí ni allá y su mente divagaba, se hallaba perdido dentro de las imágenes desgarradoras de su cabeza y completamente absorto en esas lejanas fotografías, tan vagas y tan descoloridas que nublaban su cerebro enfermo y débil.
  -     ¿Pero… pero cómo es posible que…? –exclamó Isabelle.
  -      No lo sé –respondió él en un siseo.
  -      Todos pensamos que habías muerto… ¿No lo recuerdas?
  -      No –dijo David-. Probablemente soy otra mala copia.

  -      ¡¿QUÉ DEMONIOS ES DAVID?! ¡QUIERO QUE ME LO DIGAS AHORA!
      El silencio y la quietud, interrumpidos tan sólo por al ascensor moviéndose interminablemente de arriba abajo, le resultaban insoportables. Se paseó por el tranquilo y hermoso despacho, respirando entrecortadamente e intentando  no pensar, pero tenía que pensar, no había otra salida… La inconsciencia, qué noble ambición.
      Silky tenía la culpa de que David hubiera muerto; todo era culpa suya. Y ahora David había vuelto. Pensarlo era insufrible, no podría aguantar analizar cabalmente las implicaciones de todo aquello. No humano… no humano… Encones…
      -     ¿Qué es él? ¡Dímelo!
      -   Cálmate –dijo Silky con voz queda. Al principio no miró a Isabelle, sino que se dirigió hacia la puerta-. Sé cómo te sientes, Isabelle –afirmó la bruja con serenidad.
      -     No, no lo sabes –negó esta con furia.
      Silky suspiró, casi apesadumbrada, pero el sentimiento se quedó en casi y no alcanzó a materializarse. Sabía bien cómo la miraba Isabelle: como a algo aún más ruin que los seres que habían estado combatiendo.
-          Isabelle… David no puede morir… porque en realidad, no está vivo.

Si, no estaba vivo, pero hubo un breve periodo de ocaso en el tiempo en que si lo estuvo, antaño, cuando respondía a otro nombre y a otras sonrisas. El único recuerdo que tenía de esa época era el hermoso y benévolo rostro de Silky a su lado, mirándolo con ternura, solo podía recordar eso, aunque no sabía quien era esa mujer y que relación tenía con ella. Por favor, Señor, no me lo quites, lo amo tanto…
    Ahora, perdido en la negrura de su mente, yacía languideciendo en una de las camas de la enfermería de la Torre. La doctora, una dulce mujer que llevaba en Radotauro al menos sesenta años por culpa de un amor no correspondido, lo había atendido perfectamente, aunque su cuerpo no parecía presentar secuela alguna de lo sucedido. Todas sus heridas estaban curadas; sus ojos despedían una luz espectral, su piel tenía un tenue resplandor verdoso y poseía un brillo esplendoroso. Sin embargo, en algún momento antes del alba, cuando toda la Torre dormía, algo rojo entró en su pabellón, mató a la mujer y le arrancó el rostro con una precisión quirúrgica.
     Cuando despertó, David se encontró mirando directamente a los ojos amarillentos del Sin Cara. Entonces, contacto. Al fin tus labios anhelados me han tomado como presa… El y el monstruo estaban apenas separados. Sus miradas chocaban intensamente y la fuerza desprendida de cada una hacía que la separación fuera imposible. Los dos sudaban por el esfuerzo, el esfuerzo que hacían por retener ese beso, el beso inevitable. Un beso deseado por los dos pero que a la vez ninguno se atrevía a dar… sabían que si sus labios se rozaban no habría marcha atrás, y ninguno de los dos querría definitivamente separarse del otro… porque sus labios se complementaban, el uno con el otro como un rompecabezas al que le falta esa ficha que lo termina de completar. Sus miradas seguían recorriendo los labios del otro, cada parpadeo, escrutando en las miradas, esperando la señal correcta, la que nos dice cuándo dar ese salto a la luz. Los cuerpos tan cercanos uno del otro, cada vez se debilitaba más aquella eterna resistencia por no caer ninguno en el deseo del otro… Un mechón negro se cruzó en el camino de sus labios separando a los dos… cada vez el deseo iba a más y el razonamiento se perdía en el lugar más oscuro del alma para dar paso a la emoción y el ansia por esos carnosos labios que esperaban en alerta… la señal… Seguían escrutando en la mirada del otro… aliento fundido… latidos del corazón desbocado… calor en las mejillas, en toda la cara… ojos que se pierden en la visión del deseo… al fin… El beso, cálido, suave, tan sólo un instante tan largo como una vida completa… alientos al fin encontrados… paz interior, deseo controlado…
-     Te conozco –exclamó David.
Ella sonrió, su rostro tan parecido al de una serpiente.
-     Si. Ven.
     La deseaba dolorosamente. Ya no importaba el pasado ni el futuro. Solo la quería a ella, para siempre, a su Ruby.

 -     ¿Desapareció? ¡¿Cómo que desapareció?!
      Isabelle no durmió mucho lo cual había hecho aparecer unas grandes ojeras púrpuras bajo sus ojos cruelmente enrojecidos.  El cadáver de la mujer, estaba ante ella en la misma posición en que se había dormido, con el cardenal abierto que era ahora su rostro. La habían encontrado con la foto de un hombre aferrada fuertemente entre los dedos…
 -     Esto no está pasando –murmuró apretando los dientes.
      Las personas a su alrededor, convocadas para limpiar ese desastre, se hicieron humo, mientras las palabras de Silky volvían a correr una y otra vez por su cabeza.
     Otra vez, lo único que pudo hacer esa correr, siguiendo ese repugnante olor a sangre que la llevó hasta el campanario de la Torre, el punto más alto desde en cual se podía observar todo Radotauro. Y entonces lo recordó, algo que había visto hace mucho, mucho tiempo. Había estado sola esa noche, limpiando la cocina, por eso no quedaba nadie más para corroborar su historia.
   Una mujer roja en medio de la nieve.
   Ahora, esa misma criatura estaba sentada al lado de la enorme campana de bronce, con David durmiendo en su regazo.
Al verla, en monstruo sonrió:
-          Chica lista.
-          ¡Aléjate de él! –ordenó Isabelle- ¡No dejaré que lo lastimes!
-          ¿Lastimarlo? –siseó la criatura, y luego rió-. Antes que eso preferiría morir.
-          Se lo que eres… Ruby.
-          ¿A si? He sido muchas cosas a lo largo del tiempo… un demonio, un monstruo, una
mujer a la que le arrebataron todo lo que tenía…
-          Silky hizo un trato contigo hace cuatrocientos años y lo cumplió. Vete. No tienes nada
que hacer en este mundo.
-          ¿Y nunca te ha contado tu Señora, cómo hace sus trueques? –inquirió Ruby.
      -     No debiste ponerte en contra de Silky, Ruby ¡Has caído de la gracia de la hechicera! –gritó Isabelle.
 -     Hermosas palabras –aplaudió el monstruo-. Sin embargo… ¿tu misma las crees?
Isabelle dudó.
     -   Tan y como lo pensé –sonrió Ruby-. Escúchate por un segundo… ¿En esto te has convertido por cumplir un deseo? Aunque bueno –dijo, señalando su propia figura-, la verdad yo no soy mucho mejor… Dime, ¿por qué estas aquí?
 -      Cállate.
 -      ¿Fama, dinero, poder, amor? ¿Querías todo eso, verdad?
 -       No… Yo no vine a la Torre Roja por eso.
      -     Isabelle… ¿Sabes lo que es… perder a un ser amado? Es como una estaca que se clava en tu pecho, para luego salir y volver a rompértelo en pedazos.    Porque añoras el pasado y vives en el futuro, es difícil mantenerse en el presente, vivirlo y hacerlo bello. Pero sabes que debe de ser así, todo en la vida tiene su momento y has de aceptarlo. Yo sin embargo, no lo hice… y encontré a Silky, esa criatura infantil y caprichosa. Silky siempre está furiosa por no tener cuerpo propio y encontró, hace mucho tiempo, la forma de conseguir un cuerpo parte por parta mediante chantajes y engaños. Está obsesionada con la carne que no puede invadir. Para Silky, el cuerpo humano era la composición más pura del Universo. Este anhelo de ser carnal es el origen de su locura, la demostración del sufrimiento que es su destino. Y su rostro, una vez fue mío.
      » Siempre odie el color rojo de mi cabello… Era demasiado fuerte, diferente. Pero un día, encontré a alguien a quien le gustaba, decía que era el color de las amapolas en verano. Entonces, por primera vez, me sentí bien conmigo misma, y cuando empecé a amarme, también pude amar a alguien más. Durante esos años en que pase de ser una chiquilla tímida a una mujer él siempre estuvo conmigo. Nos recuerdo a los dos, mirando hacia el valle, hacia el sendero que seguía el despeñadero vertical que había bajo nuestros pies, el único lugar donde crecían esas flores. ¡Amapolas! ¡Amapolas color sangre por todos lados!
    » Un día, vimos la flor más hermosa creciendo a metros de distancia sobre las rocas. La deseaba profundamente, pero me resistía a que él bajara a buscarla para mi. Era demasiado peligroso, sin embargo, insistió hasta que cedí. Fue el peor error de mi vida.
    »  Este hombre que tengo entre mis brazos murió al caer por un precipicio al intentar traer esa flor que tanto me gustaba. Todo volvió a teñirse de rojo, pero rojo sangre. Estaba desesperada, pensé en matarme muchas veces, pero no pude hacerlo… entonces escuché sobre Silky.
    »   Antes del funeral, logré llevarme su cuerpo hacia n viejo altar de piedra construido en el bosque por nuestros ancestros para adorar a la hechicera. Allí recé por la gracia de Silky.  Algunos minutos de abatimiento sucedieron los primeros embates de dolor. Mis ojos, arrasados por las lagrimas, se levantaron maquinalmente hacia el cielo, pero no buscando a Dios, sino a esa patética esperanza, tan real y tan violenta… tan fácil. El impresionante silencio de la mañana no era natural… Estaba en Radotauro. Aquella imagen de la naturaleza en paz, contrarrestando con mi alma negra, me hizo inclinarme con desesperación ante esa Silky todopoderosa que estaba ante mi, y sosteniendo ente sus brazos al hombre que amó, pedí misericordia al Cielo:
      » Por favor, supliqué, no me lo quites, Señor. Lo amo tanto.
      » Ella estaba ante mi, su cuerpo aún incompleto me hizo temblar.
      » ¡Señora!, exclamé, tendiendo los brazos hacia la aparición, ¡ten piedad de mi!
      » Mis lágrimas fluyeron con más abundancia cuando miré el lugar donde él reposaba, tierno y sereno, inmune a todo lo que pasaba en el mundo de los vivos.
      » El sol ya era alto cuando abrí de nuevo los ojos… El instante mismo del despertar fue lo más espantoso que puedo recordar. Mi mente, refrescada por la misericordiosa inconsciencia, se llenó mucho más pronto y más salvajemente con los males que el bondadoso sueño había hecho olvidar. La luz de la mañana inundaba el bosque. Durante un momento no me atreví a levantarme. Pero entonces volví a oírlo: era una respiración…

      David se sentó en su lecho con un jadeo.
      Su piel amoratada iba lentamente recuperando su tonalidad cremosa. Todas las llagas y cardenales habían desaparecido y ahora, el pálido y luminoso David había adquirido una iridiscencia fantasmal; sus ojos azules llameaban como el fuego de la chimenea, recordando los ojos de algún demonio que descendía a los infiernos en alguna pintura prohibida. Sí, esa luminosidad común en Lucifer, Asmodeo, Mamón, sí, sí, de todos ellos. Su cabello caía sobre su cara como rejas negras, tras las cuales se alcanzaban a ver esos ojos y su fulgor oscuro y perfecto, y unos labios entreabiertos que daban a su rostro una expresión de total confusión. 
  -     ¡Amor mío!
       Ruby extendió los brazos, implorante. Pero David, en lugar de gritar también «¡Amor mío!» y de recibir a su amada contra su cuerpo aún frío, retrocedió horrorizado, rechazándola con las manos abiertas, agitándolas como si estuviera rechazando a una bestia que lo estaba atacando.
       -    ¡David! –exclamó Ruby llegando hacia él. David, o al menos la criatura hecha a
la imagen y semejanza de un hombre que había muerto, era incapaz de moverse, abría los ojos al mundo por primera vez. Estaba tan débil que ni siquiera pudo repeler el abrazo y las caricias de la cosa que lo llamaba por un nombre que ahora le parecía más vano que un sueño.
Cuatro pasos más y Ruby lo estrechó en sus brazos, sintió su fría piel contra la suya, su pecho sin latir ni respiración… Pero no importaba ¡No!
       -       ¡Eres tú! ¡Dios mío, Dios mío, eres tú! –Ruby cerró los ojos y apoyó sus labios contra su boca, dejando que sus oraciones se convirtieran en un murmullo extático -¡Tú…!
      Pero él la apartó de su lado.
  -      ¿David?
      De repente, Ruby dejó de bendecir el milagro. Al abrir los ojos, bañados en lágrimas, había visto el rostro de David, y como miraba el suyo. Luego también vio una oscura mancha de sangre en el pecho de David, pero el que sangraba no era él, ese era el lugar donde ella había apoyado su cabeza para oír unos pulmones y un corazón inexistentes. Y también boca donde quedó la huella de sus labios, teñidos de rojo.
      El rostro del hombre que había amado la miraba, pálido, contraído, retorcido en un miedo demencial.
  -      ¿Quién eres tú? –preguntó él tras una pausa.
       Había miedo en su voz. Verdadero horror.
       -      ¿Pero, qué pasa? –susurró Ruby- ¿No me reconoces?
       En lugar de palabras, sólo fascinación, como el del niño que mira el fuego sabiendo que puede quemarse. Sus fuertes manos, sobre los hombros de Ruby, temblaban… temblaban y repelían el contacto; a Ruby le pareció oír un sonido extraño que salía de su boca.
      -      ¿Qué ocurre? –dijo casi en un chillido.
     Y como si su grito lo hubiera despertado, David también gritó:
      -     ¡Aléjate de mí! –la cogió de los hombros y la lanzó lejos de él.
      Un espejo. Necesitaba un espejo. Sola, se arrastró hacia el río de Radotauro, que en aquellos años fluía alegremente por los valles cubiertos de flores y abejas soñolientas, y lo que vio en su reflejo destruyó su cordura para siempre.

       -     Lo que nace más allá de los límites del sufrimiento humano actúa como una bomba y solo produce destrucción –dijo Ruby cuando terminó su historia-. Silky no tiene el poder de volver a la vida a un humano, sino que toma prestado la apariencia de este y crea a otro ser de la nada. El “envase” es otro, básicamente, y eso es exactamente la creación del golem.

     -       Pero no entiendo... –exclamó David, abriendo los ojos y mirándola- su rostro es tu rostro…
     -    Si, David –dijo Silky, surgiendo en el campanario como una ventisca helada-, mi rostro es el suyo porque yo se lo quité… Fue el trato que hicimos a cambio de devolverle la vida al hombre que ella amaba. Ese hombre eras tú… Es así como funciona mi mundo: para obtener algo a cambio, debes dar algo de igual valor. Verás Isabelle, hace muchos años, vino a Radotauro un muchacho muy parecido a ti, buscando fortuna. Su nombre era Jean Saunière, y a cambio de juventud eterna y dinero, le arranqué un brazo y una pierna. Ruby –agregó mirando al Sin Cara -, la magia es la ciencia que estudia la materia humana, la desintegra y la reconstruye en algo divino. Pero la magia es una ciencia y se basa en las leyes de la naturaleza. Lo siento mucho, pero ni siquiera yo puedo resucitar a un ser humano. En lugar de esto, te conformaste con esta replica hecha de arcilla que ni siquiera recuerda su nombre.
      -     Pero si recuerdo…
      Todos miraron a David. Este luchaba interiormente, en silencio.
      -    Son sutiles pero reales… -dijo-. Tel vez los sueños y las esperanzas que Ruby depositó en mi-agregó mirando a Ruby, que lo contempló como a través de un cristal roto. Verás, yo era un hombre…. muy enamorado.
    Había habido una extraña inflexión en la voz de David al pronunciar aquellas palabras, como si los recuerdos se hubiesen removido en su interior, dolorosamente, de una manera atroz; recuerdos que el paso del tiempo no había extinguido.
-     Tan insignificantes, tan limitados… –susurró Silky.
    En aquel instante Ruby le apuntó con una pistola. A esa distancia, haría algo más que rozarla.
     -    Sea como sea, tener un cuerpo te hace moral, Silky –dijo con una sonrisa en su rostro robado.
     Un sol lúgubre fue ascendiendo por el cielo de Radotauro hasta llegar a su cenit. Luego, sólo reinó la quietud del mediodía, hasta que un sonido metálico y cansino, algo que ni Isabelle ni David habían oído antes, profanó el silencio del campanario: Silky se estaba riendo y su risa fue más clara y brutal que una sentencia a muerte. Levantó la mano (cinco dedos diferentes se crisparon en el aire) y señaló hacia un lugar debajo del a campana.
-      Ruby… -dijo tranquilamente cuando dejó de reír- quiero que mires a tu amante.
     Un escalofrió recorrió la columna vertebral del monstruo, un tenebroso escalofrío de incredulidad y confusión: David se hallaba de rodillas sobre el piso polvoriento y a su lado, apuntándole en la sien, estaba Isabelle.
 -     Aprieta el gatillo –ordenó Silky
Ruby la miró consternada:
 -      ¡¿Qué?! ¡¿Estás loca?! –chilló.
 -      Aprieta el gatillo y el trato estará sellado –dijo Silky sin prestarle atención.
      -    ¡Si ella aprieta ese gatillo tu también morirás! –le recordó Ruby a voz de grito, pero su voz empezaba a vacilar.
  -     Es inútil que alguien como tú se haga la dura ahora –dijo Silky calmadamente, mirando los ojos amarillos de Ruby que ahora bailaban como arañas enloquecidas -. Esperaste cuatrocientos años por algo tan inútil como la venganza… Pero qué ser tan patético eres, Ruby.
     Al otro lado del campanario, otra pistola estaba a punto de ser disparada. Sin embargo, la mano de Isabelle temblaba. Si tan sólo él la hubiera retado, la hubiera llamado traidora, entonces, tal vez sólo entonces su corazón no se estaría pudriendo de esa manera. Pero sus ojos azules, mudos y impenetrables, no la dejaban en paz.
 -      Aprieta el gatillo.
     Las ordenes de Silky le llegaron de algún lugar remoto, un universo caótico donde existían otros seres aparte de ella y David.
 -     Hazlo –dijo David.
      Las lágrimas afloraron en los ojos de Isabelle. Lo veía tan nítidamente, un bosque nevado hace tres años, los lobos persiguiéndola con su aliento de carroña como por un mal sueño, y luego ese remedo de príncipe de cuento de hadas (cruel, frío y enigmático) llevándola hacia la Torre Roja. No es un ser humano. Pero era más real que la propia realidad, y el dolor que sintió cuando murió también lo era… Sin la ayuda de David habría muerto hacia mucho tiempo, y ahora estaba retribuyéndole de esta manera... Dios, no quería pensar en eso ahora. Olvidando era la única manera en que los humanos sobrevivían, pero había sufrimientos que valían la pena recordar.
 -     ¡Isabelle, detente! –gritó Ruby.
Unas lagrimas solitarias resbalaron por las mejillas de Isabelle.
 -      A la única que obedezco… A la única que obedezco es a…
      Un grito salvaje y gutural salió de su garganta y se elevó tan alto que destrozó las nubes. Levantó la pistola y luego descargó el cartucho en la campana, que reverberó en medio de Radotauro con horrible puntuación. El viento sopló sobre las balas regadas empujándolas lentamente por el suelo cubierto de nieve, hasta que desaparecieron.
       -     No… a David no… El es… mi amigo.
       Silky cerró los ojos y suspiró pesadamente, muy similar a como había hecho Sauniére antes de golpearla ese fatídico día de otoño.
       -    No los entiendo –le oyeron decir en un tono conmovedoramente humano-. No entiendo a las personas, y las personas tampoco me entienden a mí. Es por eso que creé este lugar, Radotauro, un mundo feliz donde pensé que todos podíamos vivir sin que nos alcanzara su codicia. Poder dar felicidad a la gente… -susurró mirando la campana de bronce- es una carga tan terrible. Los seres humanos no son nobles, como nosotros los dioses… Odiando, deseando… amando a alguien, esa es la única manera en que sobreviven. El pacto ha concluido, ya ningún ser humano va a encontrarme de nuevo… Este es el fin de la leyenda de Silky.
      Y al pronunciar esas palabras, la bruja desapareció, y en el preciso momento en que vieron por ultima vez esa expresión triunfal, Radotauro murió.
     El cielo se agrietó y el sol se volvió negro como una manzana podrida, sacudida la tierra por un fuerte temblor que arrasó a la Torre Roja, desmoronada.
      Lo único que Isabelle, David y Ruby pudieron hacer, encontrándose en el último piso de la Torre, fue correr escaleras abajo tratando de escapar de los escombros que se les venían encima.  Mientras descendían, oyeron gritos que resonaban en el interior rocoso. Oyeron personas que morían, más arriba, mientras la Torre iba colapsándose. Luego se arreció el viento, engulléndolo todo…
      Por fin, la puerta… Lo habían logrado.
      La luz al fondo. El viento de afuera olía a libertad y putrefacción. Isabelle dio algunos pasos, vacilantes. Todo estaba hecho y completo, lo había logrado. Sobre ella, el sol brillaba, redondo y remoto, y en algún lado Jean Saunière ya no existía. Oh, cómo lloraría Sybill. Pero no importaba, el dolor hacia parte de la vida, y después de muchas lágrimas, Isabelle sabía que encontraría a otro hombre, un apuesto y amable inglés que se la llevaría consigo y envejecerían juntos. Claudia se olvidaría de Francia y crecería rodeada por tazas de té, muñecas de porcelana y el sonido del Big Ben.
     Pero entonces Isabelle dejó escapar un gemido… Pese a la sangre, un sonido seco y ahogado brotó de su garganta. La luz empezó a extinguirse. Sus ojos se abrieron no de dolor o miedo, sino solo de sorpresa, al fin y al cabo, solo era una muchacha. Nadie había oído su voz apagándose ni la mancha roja extendiéndose por la tela de su pecho. La vista empezó a nublarse, pero aun había luz suficiente en el mundo para distinguir aquello que la tan feliz: David y Ruby caminaban cogidos de la mano hacia la salida de la Torre Roja, eternamente juntos, como debió ser en un principio.
     Si, todo estaba bien…
     Se dice que en los bosques que rodean al castillo de Rennes-Les-Chateau vive una bruja llamada Silky.
     Más que una bruja, Isabelle la describió en una ocasión como una niñita malcriada y terriblemente astuta, justa e injusta como la vida misma, a la que una noche de Navidad, ora por ignorancia, ora por miedo, relegó a la forma de un sueño escapista que resultó ser demasiado real.
     En Radotauro o en el mundo humano, para obtener algo debes entregar algo de igual valor a cambio ¿Qué hacía a Isabelle la excepción a la regla? ¿Nunca mueren las princesas de los cuentos? A finales del siglo XIX Jean Saunière había entregado una pierna y un brazo a cambio de riqueza y juventud eternas (un precio relativamente bajo, en opinión de muchos) y medio siglo después, Isabelle, para deshacerse de él, entregó su corazón.
     El rostro de David se reveló en la niebla que se cernía sobre ella. ¿Qué había visto él para plasmar en su rostro esa expresión de terror? Con el pecho abierto en un gran canal sangrante, pudo verlos a todos: David, Ruby y las otras almas amables e insignificantes que habitaban la Torre Roja estaban a su lado.
-      Estoy… feliz…-murmuró Isabelle-. Ya no siento ningún dolor… Que extraño es… no
padecer… ningún sufrimiento…
     En Radotauro conoció tanto la vida como la muerte, y pese a esto último, la vida, mientras exista en su más pequeña forma, podrá superar a la muerte… pero no al anhelo en el corazón del hombre.